Otra vez el mismo crujido. ¿Metal que se retuerce en la mitad de mi cerebro o la tierra que se agrieta bajo mis pies? No lo sé. No lo siento. No puedo sentirlo. Ladeo mi cabeza hacia la herrumbrosa ventana. En el exterior, las insignificantes gotas de color bermejo ascienden hacia el cielo, un cielo enfermo, pajizo y pesado que cae sobre nosotros como un vómito ácido y corrosivo. La lluvia brota hacia el universo, haciendo llorar al planeta, haciéndolo sufrir mientras lo envenenamos. No puede soportar la toxicidad que ellos, los Uuukras, vierten en la tierra para hacerla suya, para arrebatarnos lo que un día olvidamos, para recordarnos que fuimos nosotros los que los creamos.
Aparto
mis ojos del cristal reventado por los metales pesados que ahogan todo cuanto
me rodea. No deseo ver mi fragmentado y amorfo reflejo, aquel que me evoca
recuerdos que no encuentro, que desconozco, que apenas puedo comprender. Llego
tarde a mi penitencia, que tampoco entiendo, pero que percibo en mi caprichoso
interior. Mi pupila azul deambula como un sgrap, fantasmas de hierro y
piel, sobre mi negra carne que apenas resiste ya el óxido que me pervierte, que
me infecta y que me transforma en lo que ahora soy.
—Me-tal —pronuncio.
Dos
voces se manifiestan desde mis entrañas doblegadas, obligadas a vivir entre entre
el bien y el mal, entre la Tierra y el Infierno del que soy esclava, prisionera
y sierva de un mundo caduco sin esperanzas ni sueños.
Un
maullido llega a mi oído humano, a la mitad que me han permitido quedarme como
condena por mi pasado, como sentencia por haber nacido humana. Distorsionada, contemplo
desde mi otra salvaje y amarronada pupila el esquelético animal que se retuerce
entre mis piernas, buscando alimento, buscando un sustento que le proporcione sosiego
en el vientre, que a mí me fue arrebatado cuando me transformaron en un
engendro siamés entre los desperdicios de una cáscara efímera y terrenal y un
Uuukra.
¿Soy
una superviviente? No. No soy nada. Me he convertido en nada. Ya no pertenezco a
la Tierra que un día me vio nacer. Tampoco al universo.
Los
Uuukra se han revelado contra nosotros, como un niño emberrinchado, como un niño
que ha crecido y luego maltrata al padre que le dio la vida. No existe la
conciliación, ni redención. Ya no existe nada. No creo en nada. Ni en el bien,
ni en el mal. ¿La maldad? Los humanos. Hombres acaudalados que se ocultan tras
sus casas de hierro, entre sus propios miedos, entre sus deseos más lascivos y
oscuros. En el exterior, la barbarie, el aborto androide. Sgrap, chatarra
humanoide que sobrevive en las oxidadas calles como juguetes rotos.
¿Supervivencia
o maldad? Maldad, lo percibo en mi mitad, pero no lo comprendo. Mis sentidos
mutilados no necesitan descanso, no necesitan alimento. Solo permanezco,
esperando algo que no concibo. Bajo mi piel, no siento amor. Ya no sueño,
mi parte Uuukra me lo ha arrebatado todo.
—¿Estás
lista? —El hombre me sujeta de mi humana cintura, de mi negruzca piel que
apenas queda.
Los
hombres, creyéndose superiores, rogaron seguir siendo humanos. Nosotros, mujeres,
ancianos y enfermos, fuimos despreciados por esta sociedad clasista,
convertidos en súbditos del mal. Yo, esclava, sin grilletes, pero en una cárcel
interna.
Bajo
mi piel, soy dos. Sobre ella, una. A ellos les complace,
como si estuvieran fornicado con dos. Dos por el precio de una. Me folla como a
una antigua prostituta. Me dejo arrancar la tela que cubre la vergüenza que no
siento cuando me embiste desde la masa grasienta que entierra sus huesos, que
no siento cuando su semen caliente me invade mi cuerpo siamés. Entonces,
recuerdo. Algo cortocircuita mis sesos oxidados entre el ADN Uuukra y humano.
Recuerdos de besos llenos de pasión, de caricias dulces, de palabras que sólo
parecen existir en un pasado ya lejano, y un nombre, Tylwyth teg, se repite perecedero
hasta que se esfuma con un vestigio de mi antigua alma.
El
impúdico jadeo del hombre me alcanza el rostro. Orgasmo que consuma mientras
vibra su pellejo entre mis piernas. Finjo el mío. Él se da cuenta. Me golpea.
Me golpea con tal violencia que algo falla en mi interior. No siento dolor, pero
si la energía de los Uuukra contaminándome. Debo ser fuerte. No puedo dejar que
me controle. No puedo perder mi parte humana, si es que todavía queda algo de
ella.
No
lo consigo.
Dos
oscilaciones de cabeza.
Mis
ojos parpadean arrítmicos.
Un
movimiento seco.
El
cuerpo cae con un sonido gomoso mientras machaco su cráneo en el suelo.
Me
alejo de él y me aproximo a la puerta, que se abre cuando mi energía azul roza
uno de sus laterales como si fuera un tentáculo unido a una cabeza sin cerebro,
pero inteligente, demasiado inteligente, mortal y abrumador, como las medusas.
En
el exterior todo está muerto, corrompido, putrefacto y degenerado por el óxido,
como si viviera en una constante pesadilla. Conozco el término, pero no alcanzo
a evocar la emoción que aquello me trasmitía. Los aceitunados prados que
cubrían la isla de Gales han desaparecido. Ahora, todo cuanto alcanzan mis
siameses ojos sólo es muerte y destrucción, sólo es desasosiego, dolor, expiación
y destierro. Ni siquiera el verdemar del océano que nos abrazaba existe ya. Ahora,
sólo la inmunda tierra nos rodea, dejándonos sobre un soberbio precipicio que
nos aboca al infierno de los Uuukra.
Camino
entre las calles sin detenerme mientras mis nuevas directrices recopilan datos
humanoides. Sus muertes, sus vidas, sus miedos, su resistencia hacia el poder,
hacia nosotros. Frente a mí, un anciano me contempla inquieto, turbado por mi
presencia, pero su torso amputado no le permite huir. Me acerco a él. Se
retuerce tratando de escapar. Sus dedos convertidos en sgrap se aferran
a la tierra mohosa mientras las espinas de un ajado y quebradizo zarzal que
cubren su rostro se enredan asfixiándolo hasta morir.
—Carne
humana que se pudre —manifiesto, autómata.
En
sus ojos, hinchados, cavernosos y extraviados se advierte una señal de paz. No
lo concibo. Mi parte Uuukra se contiene. Los humanos son extraños. En su último
aliento no anhela guerra, ni lucha, ni compasión. Sólo paz, sólo calma y absolución
hacia el planeta, hacia los Uuukra, hacia su nuevo destino, que es la carencia,
la ausencia, es el olvido.
—Ampara
la tierra —implora.
Se
desploma levantando una herrumbe ola de polvo. Ahora es todo silencio, pero bajo
mi piel algo se retuerce como un gusano abriéndose paso en el interior de
una manzana. Un crujido. El suelo tiembla bajo mis pies Uuukra. Percibo. El
planeta se muere. Imposible. Mi mitad humana no puede sentir nada.
Las
ponzoñosas y rojizas gotas vuelven a elevarse hacia el cosmos, convertidas en
sangre que brota desde una fatídica herida. Mi reflejo resucita en ellas. Lo
que me permiten enseñar es perfecto a sus ojos. Bajo mi piel, soy un
error. Mitad Uuukra y mitad humana para preservar nuestra especie con los
hombres que sentenciaron nuestro destino. La mujer debería haber heredado la
Tierra, pero fueron ellos, los hombres, con el poder de su palabra, con el
poder del ego de sus pollas, que se hicieron con la irrisoria humanidad que
quedaba.
Bajo
mi piel siento algo, sobre ella, nada.
Se
manifiesta el Uuukra que me dio esta nueva vida, este nuevo infierno, este
error en el tiempo y en el espacio. Se acerca a mí con su cuerpo humanoide, delgado
y fibrado, de aspecto opresor y dominante. Sus ojos negros me contemplan desde
su altura, creyéndose un dios en el infierno que él mismo ha creado. Su cuerpo
metalizado emite destellos azul añejo. Un eco metafísico emerge de su garganta.
Hurga en mi cabeza mientras una fina línea se dibuja en el contorno de su
férreo rostro. Sonrisa macabra. Aguardo. Sus humanoides manos se aferran a mi
parte Uuukra. Nos acoplamos. Su energía me invade, me corroe, me penetra, me
vence, me conquista y se apodera de mí. Somos uno. Somos todo. Somos nada. Los
datos seleccionados navegan a través de mí, de mi cuerpo, de mi marchita piel,
hasta el monstruo azul, que los devora con ansias, aprendiendo de los sgrap
que repudiaron.
Entonces,
siento algo en mi interior. No sé qué es. No lo digiero, no puedo nutrir mi parte
Uuukra con aquella nueva o vieja sensación. La ignoro, pero los recuerdos
regresan. Avivan dolores enterrados. Entonces, me doy cuenta. Mi parte humana
ya no lo soporta, está llegando a su fin. Me convierto en chatarra humanoide
como aquel anciano que ahora yace sobre la árida y estéril tierra.
El
Uuukra me sonríe gozoso. Sus fieles acompañantes recogen el cuerpo sin vida del
hombre. Abrasan su carne y sus huesos desde su energía azul añejo, impregnándose
de su esencia vital, haciéndose más poderosos, más temibles, más eternos… Mientras,
todo a su alrededor agoniza, se tiñe de un ocre melancólico y el núcleo del
planeta se oxida, haciéndolo llorar de nuevo.
¿Los
culpables? Los humanos. Nos creímos dioses. Queríamos ganar guerras, conquistar
mundos, pero fuimos desterrados por nuestras creaciones. Su poder de
destrucción es abominable. Los Uuukra existen por nuestro egoísmo, nuestra
ansia de control y poder, pero llegó la revolución y, con ella, nuestra caída.
Una plaga azul, oxidada, de hierro, energía pura mecánica, carente de esencia,
que exterminó todo cuanto quiso y deseó y que ahora utiliza al planeta y
nuestra energía para crearse y mantenerse.
El
Uuukra y sus fieles se desvanecen. Durante su ascenso, se crea un rastro
iridiscente de forma alada. De pronto, me sobreviene otro recuerdo.
—Ma…
ri… po… sa —borboteo en trance.
Algo
se dibuja entre mis retorcidos sesos. Unas formas curvas conciben un rosáceo
borrón en una piel conocida. El nombre de Tylwyth teg regresa a mi memoria. Algo
se revoluciona en mi interior. El amor que había exiliado me hace renacer como
un ave fénix dentro de una carcasa de hierro y metal. Cortocircuito y un dolor
que apenas recuerdo me hace sentir viva de nuevo.
Sé
lo que debo hacer.
Avanzo
sobre el yermo hacia una beic modur, un vehículo aeroespacial de energía
fría que nos proporcionaron los Uuukra, y me deslizo volátil hacia una vieja y
corrosiva fortificación de metal donde se erigen los monstruos azules, ocultos bajo
la arcaica e inmortal energía nuclear y oscura, donde su densidad constante
llena el espacio y el tiempo, donde las esperanzas y los sueños se desvanecen
hasta convertirse en nada.
Entonces
la veo, la siento, la huelo, la noto en mi todavía humana piel. Sus besos y sus
caricias vuelven a mí. Sus palabras llenas de dicha, de segundas oportunidades.
En este mundo cruel, en esta vida perdida, entre la confusión y el dolor, está
ella, sólo ella. Tylwyth teg regresa a mí como una mariposa, como el antiguo
grabado que rozaba la piel de su ombligo, allí donde me perdía hasta sus
muslos, hasta su sexo, hasta su alma, pero ahora ya no existe nada. Ella, mudada,
transfigurada completa en un Uuukra. Y, sólo como un escarmiento, como un
recuerdo doloroso, alcanzo a ver un tono rosáceo y la mitad de unas alas rotas
por el tiempo, rotas por el espacio, rotas por aquellos monstruos azules.
Sola,
pero hay algo que todavía no me ha abandonado. Amor, el amor por este planeta,
por este mundo marchito. Los recuerdos llegan de nuevo a mi mente que empieza
morir, evangelizándose hacia un nuevo sgrap, uniéndome con la tierra que
me vio nacer, uniéndome a la naturaleza y a la vida que todavía perdura en
algún resquicio de esta maldad absoluta.
Siento
dolor, mucho dolor. Duele mucho, pero sonrío. Sonrío con fuerza y con ansias
mientras percibo como la energía de los Uuukra me abandona, pero antes de que
eso acontezca me lanzo al vacío de la titánica y profunda apertura que nace
desde el núcleo de la Tierra para abastecerlos y mantenerlos.
Entonces,
ocurre. Una fisura se rompe, se crea, emerge entre mi cuerpo y la oscuridad, concibiendo
una efímera oportunidad, una brecha interdimensional que expulsa a los Uuukra
hacia un cruel destino a otra dimensión, dejándonos libres, dejándonos
absueltos de nuestros pecados.
Recupero
mi alma, mis recuerdos, mi vida pasada. Muero, ardo bajo la oscura energía, me
oxido mientras me uno a la tierra. Vuelvo a ser humana. Mis cenizas se alzan,
surcan un cielo azul lleno de estrellas. Cierro los ojos. Siento amor. Bajo
mi piel, soy yo de nuevo.
Relato de Patricia Hernández Delgado