Kurai

 


Cuando cae la nieve, siempre es el último día del fin del mundo. La tierra se contrae, retraída por el frío, y la línea con el cielo se borra durante horas, días o meses. El manto blanco puede incluso parar el tiempo; ni un solo minuto transcurre en el universo congelado, siempre en silencio. Es invierno en los montes de Kurai.
Hay algo doloroso que crece en los bosques, entre los árboles; una madeja de hilos mudos, enmarañada como una telaraña. Nace con las primeras hojas, avanza con el paso de los siglos y atrapa el viento, las voces y las horas. En los bosques más antiguos, su presencia es omnipresente y violenta; son lugares extramuros, con otra existencia y distintas estaciones. Cerrados como un puño, contienen en su interior toda la vida y toda la muerte. 
Donde las aguas son más profundas, donde la oscuridad mata todo lo demás, la presión engendra peces, que escapan hacia la luz. 
Donde los árboles son más viejos y la tierra más cansada, del aire envenenado surgen nuevos pájaros. 
En lo más crudo del invierno, cuando el paisaje helado hace imposible concebir la primavera, nace una mujer pálida, que trepa las capas congeladas de tierra, y busca un árbol hueco para dormir su primer sueño. 
Es un descanso corto, durante el cual imagina su rostro, su cuerpo y su edad; a veces, despertará siendo muy pequeña; una niña. Otras, una anciana encorvada que camina apoyándose en la rama de un cerezo. Existen historias que afirman que algunos humanos han conocido a la mujer, le han dado nombre, incluso la han amado. No se conservan testimonios que confirmen estas leyendas. 
Esta noche, ella no ha soñado con la forma de su cara; tampoco sabe cuál es su edad. Sólo ha visto una cosa; la cara de un bebé blanco, hecho de nieve igual que ella, con grandes ojos negros. 
El bebé dormía en palacio de piedras azules, junto a un mar desconocido. 
Ha pasado mucho tiempo durmiendo esta vez, más que nunca. Sólo despierta cuando afuera empieza el deshielo y el bosque es un concierto de pájaros e insectos, que cantan felices por haber sobrevivido al frío. 
Algunos retazos de nieve no se han fundido, y la mujer crea un vestido con ellos, níveo, largo hasta las rodillas. Adorna su pelo negro con una corona de frutos de acebo. 
Ella desea que regrese el invierno; ha dormido demasiado y no tolera el calor; siempre ha vivido en la montaña blanca. 
Su deseo invoca lluvias frías y vientos congelados, que destruyen las cosechas y matan de hambre a los animales. En años posteriores, aquél será conocido como el Gran Invierno, el primero de tres años de mala suerte, durante los que los niños enfermaban por causas desconocidas, y los adultos morían sentados en el suelo de sus casas, con ojos abiertos y expectantes. 
La mujer se sienta todas las noches bajo el abrigo de un abeto y canta canciones de tristeza y magia. Su música llama a la nieve y al hielo, que caen sin cesar hasta la mañana, cuando ella vuelve a dormir. El viento arrastra su voz a las aldeas cercanas al pie de la montaña, donde los aldeanos, atemorizados por el canto del demonio, cierran las ventanas con postigos reforzados y colocan herraduras sobre las puertas. Todas las mañanas, el cura rocía con agua bendita los animales que han logrado sobrevivir a la tormenta, que cada día son más escasos y famélicos. El hambre y el miedo provocan la huida de decenas de aldeanos, y sólo se quedan los más viejos, y los más tozudos y desesperados, que permanecen de pie junto a sus casas, resistentes, maldiciendo a gritos la montaña y sus espectros. 
Al cabo de unas semanas, cuando ha muerto la última vaca, se ha estropeado el último grano de cereal y ya no tienen nada que perder, los habitantes de la aldea deciden organizar una partida y dar caza al fantasma de Kurai. 
Salen de día, temprano, cuando el demonio es más débil y la luz solar calienta su expedición. La delegación está presidida por el cura, que lleva una corona de hojas de laurel contra la mala suerte y un cinturón de cascabeles para asustar a los malos espíritus; le siguen el herrero, el lechero y el pastor, armados con varas de roble y enebro. El médico cierra la comitiva. Su fe en la ciencia le impide llevar amuletos visibles en público, de modo que sólo le protege un collar de hueso de pollo, escondido bajo la ropa. 
La búsqueda es agotadora; pasan las horas, y una tarde roja y oscura empieza a abrirse sobre el bosque, se levantan las corrientes frías de aire desde los rincones. Las patas esquivas de miles de insectos escarban el suelo, intentando guarecerse de la tormenta que llega. Los árboles están llenos de voces, sus ramas murmullan una lenta oración. La expedición decide guarecerse junto a una gran hoguera hasta la siguiente mañana, cuando el sol vuelva a estar de su lado y pase la hora de los hechizos. 
Esa noche nadie duerme; escondidos del viento entre dos grandes rocas, y reavivando el fuego sin parar, el cura reza un rosario para alejar las miradas que los observan. El pastor explica que en Sai, la aldea del otro lado de la montaña, la desgracia ha sido causada por las brujas, que ya han sido capturadas y quemadas. Nunca las miréis directamente a los ojos, advierte. Sólo a través de estos cristales benditos podréis ver su auténtica naturaleza. El herrero pregunta si Sai ha recuperado el clima de verano, si ha desaparecido la extraña peste que enferma a niños y adultos. Todavía no, contesta el pastor, pero pronto, en cuanto acaben las fiestas de regeneración, cuando eliminemos el mal de Kurai. 
La voz de la mujer les llega esa noche mucho más clara, sin distorsiones por el eco y la distancia. Ella canta una canción que arrastra imágenes del mar, que ellos nunca han visto. Aun así, la visión se instala en sus cabezas; un sueño extraño pintado de azul y negro en el que ven un palacio lejano a orillas del agua, y oyen el llanto de un bebé. 
Por la mañana encuentran a una mujer dormida bajo un árbol, vestida de reina con su fino vestido blanco y su corona roja. Miradla a través del cristal, grita el pastor. Su imagen no cambia; a través del cristal su rostro es si cabe más hermoso. Yo no creo que sea una bruja ni un demonio, comenta el lechero. Igual es un hada, dice el médico, pero no puedo demostrarlo. 
La expedición decide llevar a la mujer a la aldea; se apresuran a regresar, antes de que la noche despierte al bosque. Consiguen llegar al atardecer, y la atan a una silla de roble en la que dibujan los símbolos sagrados; le llenan la boca de muérdago, y le ponen alrededor del cuello una víbora disecada.  
Los aldeanos empiezan las deliberaciones; discuten la mejor manera de purificar al demonio y librarse de su maldición. Algunos son escépticos; una mujer tan bella no puede ser la criatura que están buscando. El cura propone sumergirla en agua bendita; si es humana, no sufrirá daño alguno; si es un fantasma, la aldea será libre. El invierno y las calamidades terminarán, las estaciones volverán a su cauce. 
Cuando la mujer despierta, se descubre atada y amordazada. A su alrededor, decenas de personas tienen los ojos posados en ella. Un hombre vestido de negro se aproxima y le dibuja una cruz en la frente, le habla de arrepentimiento; ella no comprende esas palabras y no responde. Tres pares de manos la agarran, la arrancan de la silla y la dejan caer dentro de un barril; el agua está templada, y su carne nevada se funde. Los aldeanos se santiguan y se enconden en sus casas. No salgáis hasta el alba, recomienda el cura. Lo que va a ocurrir aquí no deben contemplarlo los ojos de un cristiano.
La mujer está sola; todos se han marchado, todos le tienen miedo. Oye una música lejana y la distante luz de unos farolillos; es una procesión. En ella desfilan conejos, comadrejas, zorros, lobos y jabalís; los acompañan miles de luciérnagas iluminando el camino. Los brazos de la mujer se han fundido, también parte de su cara, pero aún conserva las piernas. Consigue salir del barril y se une a la comitiva. Un zorro de hocico negro la reconoce: “¡Hola, Ryu!”. Ella nunca había visto al animal. 
El desfile continúa durante kilómetros; cada vez más numeroso. Ahora también hay caballos, leones, perros y un pequeño dragón azul, que camina cerrando la procesión. Atraviesan el bosque, seguido de una zona desértica. Cuando llegan al río, los animales cantan una canción suave de despedida; al final de su cauce llegan al mar y al palacio de piedra.
El castillo es sólido y brillante y todas sus habitaciones están repletas; es el lugar donde llegan los que no tienen otro sitio al que ir, es la última parada. La mujer sabe que el bebé se encuentra allí. Pasa por donde duermen los animales, por el salón de los humanos, por la estancia de los insectos y por la pajarería, para llegar finalmente al cuarto de los niños. El bebé está al fondo, es el más pequeño, el más insignificante de todos. Ella lo mece en sus brazos, y ambos cierran los ojos. Sueña con una mujer llamada Ryu, que salió una mañana de invierno con su hijo recién nacido a buscar leña. Sueña con Ryu, y con su desesperación, con su bebé congelado en la camita a pesar de las mantas. Sueña con la desaparición de Ryu, que tampoco fue encontrada. La mujer abraza al bebé, que ha dejado de llorar, y olvida de nuevo a Ryu y a sí misma. Ella y el niño se quedan dormidos, en un sueño sin pesadillas.

Relato de Ángela M. Rams

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