La segunda Tierra

Capítulo 1

Los seis astronautas estaban en la sala de recreo del complejo de entrenamiento, en unos de los pocos ratos libres que tenían. Aún no sabían cuándo iban a llevar a cabo su misión, pero ya habían completado todos los entrenamientos, pasados los test psicotécnicos y toda clase de exámenes médicos. Hablaban sobre el viaje que iban a efectuar. Sabían muy poco, sólo que la nave principal estaba en la ISS. Era demasiado grande y pesada como para despegar desde la superficie. Esperaban que los miembros de la Junta los llamaran para darles todos los detalles. Mientras tanto, sólo especulaban:

 —Yo creo que nos van a enviar a Marte. Quieren colonizarlo, ya sabéis— dijo el ingeniero John Parkill.

—¡No seas bobo! —dijo Ann Landers, bióloga—. ¿Tú crees que nos hubieran entrenado para el salto dimensional? Vamos más lejos.

—Pues yo he escuchado que tienen problemas en Io con los transportes de suministros— dijo Tom Manners, físico.

—A Io se puede llegar con una cámara de hibernación— dijo Carol Sanders, geóloga.

—Nos llevarán, pues, al espacio profundo, donde se necesite un salto dimensional— dijo el copiloto, George Best—. Una vez allí, no tengo ni idea.

—Dejad de especular— ordenó el Capitán Rick Stein—. Nada de eso es factible.

Todos tenían un respeto reverencial al Capitán Stein. Había realizado varios saltos, visitando planetas con potencial de albergar vida humana. Tenía mucha experiencia y para una tripulación que nunca había efectuado viajes más allá del Sistema Solar, era un privilegio tenerlo a bordo.

Tal y como habían estado esperando, la megafonía los llamó a la sala de reunión.

Tomaron asiento. En el otro lado de la mesa, un joven permanecía sentado, observándolos.

El doctor Niemens, junto a varios científicos que conocían de vista, empezó a hablar:

—Antes de empezar con las explicaciones, me gustaría decirles que el Instituto Espacial ha creído conveniente que haya un miembro más en la tripulación. ¿Dave? Levántate y preséntate.

—Soy Dave, número de serie AB234. Soy un robot de última generación. Tengo conocimientos de matemáticas, química, física u otras ciencias más. No puedo competir con ustedes en esos campos, pero puedo ser de ayuda— explicó Dave.

—¿Van a meter un robot en mi tripulación? —preguntó Stein—. La última vez que viajé con un robot le afectó el cambio de presión del salto y se volvió impredecible. Tuvimos que destruirlo. No toleraré…

—Tranquilo, Stein. Los robots han evolucionado desde entonces. Éste ha sido sometido a las mismas pruebas que ustedes y las ha pasado con éxito— dijo Niemens.

El resto del grupo miraba con curiosidad a Dave. Habían visto cientos  de robots, pero por lo visto aquél era especial. Y formaría parte de la tripulación.

—Ahora, la información esencial que necesitan— dijo Niemens—. Van a ir a la estrella Pegaso, a cuarenta años luz. Hemos hallado un sistema de planetas a su alrededor, pero sólo uno será su destino. Tanto la gravedad como la distancia a su sol son similares al nuestro. Es una misión de ir, observar y volver. No queremos que aterricen allí, no sabemos nada de su morfología. Pueden bajar con la nave de emergencia y dar un par de vueltas. Recojan datos de la atmósfera y vuelvan. Parten dentro de tres semanas.

—¿Para qué me necesitan? —dijo Carol—. Soy geóloga. Si no puedo tomar muestras, mi presencia es inútil.

—Lo mismo digo— dijo Ann, molesta.

—Si necesitan muestras y el viaje al planeta es factible, Dave las recogerá.

—¿Quéeeee? Cuarenta años luz, dos saltos dimensionales para no poder siquiera poner un pie en el planeta y Dave sí? — dijo George.

—Ustedes son demasiado valiosos para arriesgarnos. Dave no necesita respirar, es casi inmune a los cambios de gravedad y está cualificado para hacer cualquier cosa que le pidan— dijo Niemens—. Encima de la mesa tienen los dossiers de la misión. Estúdienlos. Y recuerden que allá arriba estarán solos.

Capítulo 2

Cuando subieron a la nave auxiliar, sintieron que empezaba la misión. Fue un viaje corto a la ISS y pudieron ver la nave desde las portillas. El Capitán Stein la conocía bien. Había efectuado diversos saltos con ella, sin incidencias. Atravesaron la esclusa a la nave principal, la Casiopea, y durante un rato se comportaron como críos, explorándola, buscando sus cubículos y yendo al gran puente de mando, que albergaba las cápsulas de salto.

La nave constaba también de una cocina, un gimnasio bien equipado y una sala de recreo que hacía las veces de biblioteca, videoteca y sala de juegos.

El salto dimensional estaba previsto para dentro de dos días. El Capitán les ordenó que revisaran sus cápsulas, pues una pequeña grieta podía tener consecuencias fatales.

Stein, cuando terminaron con las cápsulas, les conminó a sentarse en sus asientos y ponerse los cinturones de seguridad. Iban a despegar en unos minutos.

El Capitán verificó los mandos y Best estaba listo para desacoplar la Casiopea de la ISS. Todo sucedió en unos segundos. El motor iónico en marcha hizo que la tripulación notara una breve vibración. Antes de lo que creían, Stein les dijo que ya podían desabrocharse los cinturones. Estaban en marcha.

Iban a trazar una órbita elíptica alrededor de Marte. Tenían que salir del Sistema Solar para hacer el salto o corrían el riesgo de chocar contra alguno de los planetas o asteroides.

Los dos días siguientes los pasaron familiarizándose con la nave y algunos conociendo mejor a Dave.

—¿En cuántos viajes has estado, Dave? — preguntó Carol.

—Este es el número dieciocho— contestó Dave.

—¿Y tú también harás el salto? — preguntó Ann.

—Por supuesto. Si no lo hiciera me desintegraría al acto—dijo Dave.

—¡Eh, tú, robot! ¿En cuántos planetas has estado? —preguntó John.

—En veintiséis, dentro y fuera del Sistema Solar— dijo Dave.

—¡Esto es un astronauta y no nosotros, que no hemos salido nunca del Sistema Solar!

—¡Puedes darnos lecciones a todos! — se mofó John.

—Basta ya, John— dijo Tom—. ¿Has bebido? Se nos dijo explícitamente que nada de alcohol.

—¿Me tratas de borracho por un par de traguitos de la petaca? ¡Jesús, un hombre no puede ni relajarse un poco aquí, en esta lata de sardinas? — gritó John.

 —Si vuelves a beber, se lo diré al Capitán. Hemos de estar sobrios. Mañana es el salto dimensional y no queremos borrachos en las cápsulas— amenazó Tom.

La mención de Stein hizo su efecto. John calló y se fue rezongando a su cubículo.

—Voy a buscar esa maldita petaca y a quitársela— dijo Tom—. Y se fue tras de él.

Llegó Stein en ese momento. Les ordenó volver a repasar las cápsulas. Eran resistentes, pero sus materiales eran maleables. Stein había explicado varias veces que en uno de sus viajes no pudieron saltar porque la cremallera del traje de un astronauta había abierto un agujero en el material de la cápsula. Si él no saltaba, nadie más podía hacerlo. Había una cápsula para cada uno, nada más. Claro que desde entonces los materiales eran más resistentes y se habían dotado las naves de cápsulas de refuerzo.

Cuando volvió al puesto de mando, Best informó al Capitán que estaban fuera de los límites del Sistema Solar. Mañana habría espacio suficiente para el salto. Juntos, repasaron las coordenadas de los dos saltos, el de ida y el de vuelta, aunque la consola  controlaba todos los datos, y el ordenador de la consola de mandos también tenía la misma información, el Capitán prefería hacerlo por sí mismo.

A la mañana siguiente, desayunaban en silencio ante la inminencia del salto. Aunque habían llevado a cabo varios de prueba durante su entrenamiento, tenían muy presentes todas las cosas que podían salir mal. A mayor distancia, más tiempo dentro de la cápsula y algo podía fallar. Y la distancia era grande: cuarenta años luz. Se presentó Stein y les informó que saltarían en dos horas. Media hora antes, los quería con el traje espacial puesto.

Estaban todos reunidos en el puesto de mando, con los cascos en la mano, esperando. El Capitán dio la orden. Se pusieron los cascos y se introdujeron en las estrechas cápsulas con cuidado infinito. El Capitán las fue comprobando y luego se metió Dave, seguido de Best. El Capitán fue el último y activó la cuenta atrás de la consola. Después de una espera que se les hizo eterna, llegó el consabido aumento de la gravedad, seguido de la sensación de ingravidez. Más tarde, la percepción de que los miembros se les separaban del cuerpo. Les pareció que duraba una eternidad, aunque poco a poco los efectos se fueron amortiguando hasta desaparecer. Stein fue abriendo las cápsulas, verificando que no había ningún problema. Salieron y miraron por la portilla de observación de la sala de mandos. Aún lejano, un mundo solitario estaba delante de ellos. Habían llegado.

Capítulo 3

Las computadoras de a bordo trabajaban a toda velocidad, recalculando órbitas, traslaciones, masa, tamaño, gravedad, características del sol y analizando la composición de la parte alta de la atmósfera, que era donde se hallaba la nave. El Capitán quería todos los datos actualizados antes de descender hacia algo desconocido. Cuando el ordenador terminó con las notas, Tom las consultó e interpretó para el resto de la tripulación:

—Este planeta se parece asombrosamente a la Tierra. Su velocidad de rotación es casi de veintitrés horas. Se traslada alrededor de su sol en algo menos que un año terrestre, lo que significa que hay estaciones, aunque no sean tal y como las conocemos. Pueden ser leves o muy extremas. En cuanto a su gravedad, calculando su masa, es de 10,6, casi imperceptible para el ser humano. La atmósfera de las capas altas es idéntica a la de la Tierra, hidrógeno y helio. Yo diría que hemos topado con un mundo entre mil millones.

—Podría tener todas las características de la Tierra y ser una roca polvorienta— dijo Carol.

—No te lo discuto. No lo veremos hasta que estemos más cerca— dijo Tom—. Capitán, sugiero que descendamos hasta las capas bajas de la atmósfera. Entonces sabremos más.

El Capitán obedeció y en un par de horas el planeta ocupaba todo el visor. Estaba rodeado de una capa algodonosa, extrañamente parecida a las nubes. Ya no podía bajar más. La nave ya notaba la gravedad del planeta.

—¿Señor? —dijo Dave. Sus computadoras se equivocan y el visor no muestra nada rodeando el planeta. Es una roca.

—Lo estoy viendo con mis propios ojos. Si eso no son nubes, yo no soy el Capitán.

—Debe ser un efecto óptico. Yo sólo veo un mundo inhóspito. Voy a decírselo a los demás.

—A lo mejor tus circuitos no están configurados para ver lo que percibimos nosotros— dijo el Capitán.

—¿Y bien, Tom? —preguntó Stein.

—No se lo va a creer. Esa masa está compuesta de agua. ¡Son nubes, Señor! —dijo Tom excitado—. ¡Y la capa baja de la atmósfera contiene oxígeno! ¡En la misma proporción que el nuestro! Claro que tenemos que confirmarlo. Aún estamos a gran altura.

Todos hablaron a la vez, eufóricos. ¡Habían encontrado una segunda Tierra! De todos los planetas del universo conocido, habían dado con un planeta habitable. Recordaron las palabras de Niemens. Podían descender con la nave auxiliar, verlo con sus propios ojos. Sólo sobrevolarlo, grabarlo, hacer fotografías. No llevaría más que un par de horas. Dave habló antes de que fuera demasiado tarde:

—¡No vayáis! Encontraréis una roca polvorienta. ¡Y no hay nubes! En el visor yo sólo veo un planeta inhóspito. Hay algo raro en todo esto. Vayámonos de aquí.

—Ya te lo he dicho antes, Dave, hay algo en tu programación que te impide ver lo que vemos nosotros— dijo Stein—. Ven a la nave con nosotros, quizás así percibas lo mismo.

Todos estaban contentos y dichosos. Se peleaban como críos por los asientos que tenían portilla. Dave, callado, ocupó su asiento. No llevaban trajes. Al menos no pisarían el planeta.

Pronto estuvieron por encima de lo que parecían ser nubes. Los escáneres de a bordo confirmaron que estaban compuestas de agua. Ahora faltaba confirmar la atmósfera. Descendieron atravesando las nubes hasta unos cientos de km por encima del planeta.

—¿Tom? —preguntó Stein.

—Señor, la proporción es ligeramente diferente. El nitrógeno está en un 85% y el oxígeno, un 14%. Es igualmente respirable, las proporciones difieren muy poco.

Siguieron bajando. Todos querían ver aquel mundo gemelo. Todos menos Dave. Él ya lo veía. Y a medida que se iban acercando, en vez de un planeta reseco y abandonado, vio que estaba erizado de cúpulas transparentes, incluso acertó a observar que dentro había alguien.

—Capitán, por favor, en este planeta hay algo muy extraño, diría que siniestro. Aún podemos dar media vuelta— dijo Dave.

—¿Ahora que pasaremos las nubes y veremos cómo es? — dijo Carol—. Siga, Capitán.

—Estoy harto de este robot agorero. Se le debe haber fundido algún circuito. ¿Lo desconectamos? — preguntó John. —. Y hurgando en su nuca, encontró el panel de desconexión. Dave quedó congelado, con la mirada fija.

Se quedaron sin habla. Lo que veían era lo mismo que sus abuelos les habían explicado sobre cómo era la Tierra antes que la mano del hombre casi la destruyera. Campos verdes hasta el infinito, flores, lagos, ríos, un mar azul, multitud de árboles, animales que corrían bajo su nave, montañas lejanas coronadas de nieve. Después, empezaron a hablar todos a la vez:

—Stein ¡Hemos de bajar!

—¡Mirad ese bosque! ¡Es precioso!

—¡Bajemos un par de horas, sólo eso!

No llevamos trajes. No podemos bajar— dijo el Capitán muy a su pesar—. Puede haber virus y bacterias letales aquí abajo.

—Capitán, puedo tomar muestras de aire y analizarlas. Si no hay nada, podremos bajar— dijo Ann.

Como todos, Ann llevaba su equipo. Estuvo lo que a los demás les parecía una eternidad analizando muestras. Al final, con voz triunfal, dijo:

—Nada, Capitán. Las mismas cepas que en la Tierra. Son inocuas.

El Capitán claudicó. Puso una condición. Aterrizar cerca de la Casiopea por  si surgía un peligro. Y que sólo serían un par de horas.

Capítulo 4

Dieron la vuelta y Best calculó la posición de la nave madre. Estaba justo encima de ellos. Stein maniobró y la nave se posó suavemente en un prado con flores.

Salieron a trompicones. Acariciaban la hierba. Cogían flores. Tom se subió a un árbol y vio un río que iba a parar a un lago de aguas cristalinas no lejos de allí. Dando un grito de triunfo, se quedó en ropa interior y se tiró de cabeza. Stein les dejaba hacer. Le invadía una sensación de bienestar indecible, igual que a su tripulación.

Pasaron las dos horas pactadas. Nadie se acordó. Carol y Ann estaban dando un paseo por el bosquecillo que había cerca. Vieron unas cuantas ardillas, que no parecían temerlas y comieron de su mano. Estaban encantadas. Tom y George aún estaban en el lago, nadando y observando cómo los peces no huían de ellos. Parecía que se ofrecían a ser comidos, como dijo Tom. John estaba en la nave, bebiendo de su petaca y observando a Dave. Ojalá no lo despertaran nunca. Tenía el cerebro averiado. ¡Mira que ver una roca polvorienta en aquel paraíso! El Capitán se había empeñado en construir una caña de pescar. Había encontrado un palo largo y flexible. Le faltaba el sedal.

Las dos horas pactadas se convirtieron en días y semanas. Todos disfrutaban, aunque, sin que se dieran cuenta, ocurrían cosas extrañas: la reserva de licor de John no parecía agotarse. Su petaca siempre estaba llena. Y estaba la cuestión de la comida. Todos comían fruta de los árboles, pero al día siguiente parecía haberse regenerado. Y también ocurría lo mismo con la comida de la nave auxiliar: no parecía menguar en absoluto. Pero la tripulación parecía presa de un frenesí constante de disfrutar del entorno. Su parte lógica parecía estar dormida. Sólo la parte lúdica y sentimental parecía funcionar. Y cuanto más tiempo permanecían allí, más grande era la diferencia.

Pronto olvidaron qué les había traído allí, su misión, incluso veían la nave de emergencia sólo para ir a buscar comida y a dormir, sin ninguna otra utilidad.

Un día, Ann salió del lago antes que de costumbre. Empezaba a estar harta de ir todos los días. Le apetecía más dar un paseo hacia una zona que aún no había visto: un bosque grande y espeso, con árboles muy altos, nada que ver con el bosquecillo que solían visitar con Carol. Se puso en marcha. Supo instintivamente que no se perdería, pues a pesar de que no lo recordara en absoluto, su padre y su abuelo habían sido cazadores y le habían enseñado a orientarse, por muy enmarañado que fuera el bosque. Por lo que ella sabía, ninguno de sus compañeros había entrado en él. Imponía. Sin pensarlo dos veces, se adentró en él. Su parte lógica, anulada, se empezó a poner en marcha. Se fijó en el sol, en el musgo, en la inclinación de los árboles. Antes de  que se diera cuenta, lo había atravesado. Y vio un espectáculo magnífico: una cascada que caía sobre un río, rodeado de vegetación alta. Y decidió ir. Estaba lejos pero le gustaba andar. Apenas había dado unos pasos cuando un golpe en la cara hizo que se quedara sentada. Se levantó y estiró el brazo. Allí había algo. Era suave al tacto, transparente y flexible. Lo resiguió con la palma abierta, largo rato. Fuera lo que fuera, era grande.

Reflexionó sobre varias cosas: su instinto en el bosque, sus ganas de hacer cosas diferentes a los demás y su descubrimiento del material extraño más allá del bosque. Eran cosas que no solía hacer. Su parte lógica había despertado en parte, pero algo le decía que lo olvidaría, que volvería a ser como antes. Y una voz diminuta le dijo:

— ¡Corre, ve a contárselo a Dave!

Atravesó el bosque como una centella. No quería olvidar nada. Llegó al lago, donde los demás se solazaban y fue a buscar a Dave. Dentro de la nave estaba John, borracho. No le suponía ningún problema. Y conectó a Dave y le dijo atropelladamente todo lo que había visto y sentido. Dave no dijo nada. Salió de la nave y observó. Vio a unos cuantos tripulantes en una hondonada cubierta de polvo, remedando gestos de natación. Vio a Stein con un trozo de cable sumergido en el polvo intentando pescar. Y a Tom, subido a una roca intentando alcanzar algo invisible. Finalmente Carol paseaba entre decenas de rocas puntiagudas. Dave preguntó:

—¿Qué ves?

—Lo de siempre, pero diferente. Ellos son diferentes— dijo Ann.

—Esto es tu parte lógica es más fuerte que la de los demás. Ellos la tienen completamente anulada— explicó Dave—. Llévame al bosque y a esa sustancia. Quiero enseñarte algo.

Cuando llegaron, Dave le hizo saber que sin su parte racional, no lo hubieran atravesado.

—Aunque ahora no lo sepas, alguien te enseñó a hacerlo. Y eso es instintivo. El instinto, otra de las facultades anuladas a tus compañeros— dijo Dave.

Tocaron la sustancia. Dave la pellizcó con todas sus fuerzas con los dedos. Nada. Entonces el robot le dijo:

—Mira afuera.

Ann miró. No veía más que la cascada y campos verdes.

—Recuerda la sensación que sentiste cuando ya no te querías bañar más, que querías hacer algo diferente. Cuando te metiste en el bosque y sabías exactamente lo que tenías que hacer. Tienes voluntad, vuelves a tener instinto y has demostrado trazas de pensamiento lógico al venirme a buscar. Haz un esfuerzo y mira.

Ann miró. Largo rato. Luego recurrió al instinto. Algo no funcionaba. Y luego acudió a la poca lógica que estaba despertando. Y lo vio claro. Lo repente, la cascada se volvió borrosa. En su lugar, borrosa también, vio una especie de cúpula. Y luego la cascada. Eran como esas imágenes de televisión que a veces sufren interferencias. Poco a poco, todo el paisaje desapareció. Apareció un suelo rocoso, erizado aquí y allá de cúpulas. Ann vio que había seres en las más cercanas. Eran cárceles.

 —¡Tú lo sabías! ¡Intentaste decírnoslo! —exclamó Ann.

 —Sí. Mi cerebro no es como el vuestro. Yo lo vi tal y como era— dijo Dave.

 —¿Cómo es el campamento? — preguntó Ann.

 —Un erial. El lago es de polvo y los árboles son rocas—dijo Dave.

—¿Podemos salvar a los demás? —preguntó Ann.

—No han demostrado nada de lógica, ni de instinto o perseverancia. Es difícil— dijo Dave.  

—¿Quién nos ha metido aquí? — preguntó Ann.

—Yo creo que son seres con muchísimo poder, que nos rodean y no podemos verlos—.  Quizás incluso sean de otra dimensión— dijo Dave.

—¿Y por qué? —preguntó Ann.

—¡Quién sabe! Yo creo que por diversión. Un planeta lleno de seres de otros mundos para observar— dijo Dave.

—¡Pero eso es cruel! —exclamó Ann.

—No más que los zoológicos— dijo Dave.

Hablaban mientras volvían al campamento. Ann entró en estado de shock. Dave no mentía. Miró el lago donde se había bañado esa misma mañana. Era una hondonada de rocas y polvo. Todo el campamento era una tierra baldía. En tanto miraba a su alrededor, el Capitán se acercó. Reflejaba perplejidad.  

—No sé por qué intentaba pescar con un cable. No lo entiendo. ¿Dónde está mi caña de pescar?

 Ann y Dave se miraron. Stein había visto el cable. Y miraba al grupo del lago con confusión.

 —¿Qué me está pasando? Lo veo todo borroso. Los árboles sufren interferencias. ¡No quiero que se destruya este mundo! —gritó Stein.

 —Detrás de la nave hay otro trozo de cúpula. La he visto brillar. Llevémosle. Su sentido lógico es más fuerte que el tuyo. Ha visto las interferencias más rápido que tú— dijo Dave.

El Capitán estaba de pie, quieto, como aturdido. Se dejó llevar a la parte trasera de la nave. Dave sabía que allí había otra cúpula, con unos seres diminutos pero muy numerosos. Su cúpula era también un pedazo de tierra baldía.

 —Capitán, ponga la mano aquí— dijo Dave—. ¿Qué ve?

 —Borroso. A veces veo rocas y a veces árboles. No puede ser.

—Concéntrese. ¿Son rocas o árboles? —preguntó Dave.

 —Dios, son rocas. Y el suelo. ¿Y qué es esta sustancia? —preguntó Stein.

 Despacio, Ann y Dave le explicaron lo que habían descubierto.

 —¡No puede ser! ¿Una hipnosis colectiva? Y por cierto, ¿Qué haces tú conectado? —preguntó Stein.

 Fue entonces cuando Ann y Dave supieron que había despertado.

Insistió en volver delante de la nave. Lo que vio no lo iba a olvidar en la vida. Su tripulación restregándose por el polvo, subida a rocas, arrancando algo invisible del suelo. 

—Tenemos que irnos de aquí, todos. No dejaré a nadie atrás. Tenemos la nave. Esa cúpula no resistirá el despegue— dijo Stein.

—No podremos. Esos seres no nos dejarán— dijo Dave.

—Cogeremos a Carol, John, George y Tom y los llevaremos a la fuerza a  la nave si es preciso— dijo Stein, obviando el comentario de Dave.

Lo intentaron durante tres días. Una vez estaban en la nave, escapaban de nuevo. Y de repente, se volvieron agresivos. Una lluvia de piedras les acechaba en cada rincón de la cúpula. Pero el Capitán no daba su brazo a torcer. Los tentaban con comida y a John, con su bebida. Nada daba resultado.

Hasta que al cuarto día, pasó algo extraordinario. No estaban. Los buscaron por todas partes hasta que Dave señaló la parte de la cúpula que estaba detrás de lo que había sido el bosquecillo. Estaban allí, los cuatro, detrás de la cúpula. Ahora sí que no podían hacer nada. Stein al final se rindió. Se iban a quedar.

Cuando encendieron los motores, Dave se colocó de copiloto. Temía una acción de los seres para no dejarles marchar. A él no le afectaría y podría seguir pilotando. La nave se elevó y pronto chocó con la cúpula. Stein la puso al máximo, pero no pudo superarla.

—¡Maldita sea! Exclamó Stein.

—Señor, pocos materiales resisten el fuego. Propongo que inclinemos la nave y enfoquemos los motores a toda potencia a esa cúpula— dijo Dave.

Stein lo hizo. Ann estaba en una postura muy incómoda. Se le clavaban todos los arneses. Esperaba que funcionara pronto la idea de Dave. Súbitamente, un chirrido insoportable invadió la nave. Ann y Stein se taparon los oídos en un vano intento por amortiguarlo. Dave cogió inmediatamente los mandos y dirigió los motores a la cúpula.

El robot observaba atentamente por una portilla si el calor causaba efecto. Primero, vio unas ligeras arrugas. Después, lentamente, fue cambiando a un color rojizo y finalmente, se rompió. El agujero era grande, más que los motores. En una maniobra arriesgada, salió hacia atrás, rozando los bordes. La nave estaba libre. La enderezó y se dirigió rápidamente a la Casiopea.

En el mismo momento que la nave surgió de la cúpula, cesaron los chirridos. Ann y Stein vieron que habían salido y observaron el planeta por la portilla posterior. Lo que vieron les dejó sin habla. Era una roca polvorienta, sí, pero erizada de cúpulas. Había docenas de ellas. “Pobres criaturas”, pensó Ann.

—Ya cojo yo los mandos, Dave. Ve a observar ese maldito planeta— dijo Stein.

Dave obedeció. Pero él vio algo que los ojos humanos no podían ver. Cambió su visión a infrarrojos y el mundo se pobló de seres, semejantes a montañas, que iban de una cúpula a otra, observando. “Yo tenía razón. No éramos más que parte de su diversión. Un zoológico interestelar”.

Por Ana Farré Ibáñez

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