UNIDADES LIMITADAS

 


Colillas por todas partes, post-it magnéticos sobre los espejos, esquemas garabateados detrás de folletos de tecnosexs y figuras de naves a escala que son unidades limitadas: si me describieran esta habitación, sabría de inmediato y sin equivocación que es tuya. Por suerte, puedo verla con mis propios ojos y confirmarlo.

Después de tantos años, no has cambiado nada. Ni siquiera tu olor. Lo he hecho miles de veces antes, pero lo hago de nuevo; recojo algunas de las prendas que has dejado tiradas por el suelo y aspiro la microfibra para tenerte más cerca. Hasta cierro los ojos (qué asco me doy a veces). Pronto tu olor no es suficiente. Se escapa y a la vez me hago a él, me familiarizo y pierde potencia. En un segundo, ya no está.

Igual que tú.

Dejo caer la ropa y pateo con insistencia el suelo enmoquetado, que absorbe mi nerviosismo. ¿Cuándo volverás? Soy paciente por naturaleza, pero tú me exasperas. Haces que me salga de mí, que me mire y no me reconozca. Por eso te quiero tanto como te detesto. Tú me has hecho ser quien soy.

Por eso estoy aquí. Por eso sigo aquí y aún no me he marchado con viento fresco. Ganas no me faltan. Sin embargo, me centro en mi objetivo y me obligo a caminar para reordenar las ideas.

Paseo por el salón que antaño fue también mío. Reconozco entre la maraña de basura y desorden algunas de mis antiguas pertenencias. Pueblan tu piso como perlas, aunque tú las hayas llenado de polvo. Cuando uno se separa, ¿no debería repartirlo todo equitativamente? Pero tú me echaste con cajas destempladas y no me dio tiempo ni a preguntártelo. Tuve suerte de poder irme con alguien mejor que tú. Sin ella no habría llegado tan lejos como llegué. Ni siquiera habría salido por esa puerta.

Me siento en el sofá. Se adapta a mi peso y me devuelve un reconcentrado olor a tabaco. Solo tú entre el millón de personas de esta ciudad seguirías enganchado a una droga tan poco satisfactoria y apestosa. Y, a la vez, nunca estuviste tan atractivo como en los momentos en que te sentabas en el despacho y liabas cigarros sin prestar atención a tus manos mientras revisabas los diseños.

Yo me sentaba frente a ti, silenciosa, y no te quitaba el ojo de encima. Mi trabajo siempre ha sido ese y, no es por echarme flores, se me da de fábula. Observarte. Prestar atención a los movimientos de tus dedos sobre la mesa, a las explicaciones farfulladas entre tus dientes torcidos, solo para ti mismo, a las sonrisas ladeadas que pretendían ser carismáticas y al tic en el ojo cuando una operación no salía como debería. Todo aquello me hizo aprender, excepto a no enamorarme de ti.

Nacemos imperfectos, supongo. Por eso tardé tanto tiempo en perdonarte que tú no lo estuvieras de mí.

Escucho un ruido en el pasillo y me levanto de un salto. Meto las manos en los bolsillos. Me preparo. El taconeo se aleja hacia el ascensor y yo gruño en voz alta.

Debería haber sabido que no eras tú. No es la primera vez que estoy en esta situación. ¿Cuántas veces esperé durante horas tu vuelta? Alegre, enfadada o preocupada. La emoción era distinta, pero desaparecía cuando escuchaba el pitido que anunciaba la desconexión de la alarma y el tintineo de las llaves mientras buscabas la correcta. Al contrario que tú, yo siempre la reconocí al momento. El peso era distinto. Hasta el brillo del metal. Solo que jamás utilicé ese conocimiento. Jamás lo hice para robártela y escapar de esta prisión sin barrotes antes de tiempo.

Podría decir que he dejado de ser esa idiota, pero estaría mintiéndome a mí misma y estoy aprendiendo a dejar de hacerlo. Sigo siendo una boba, solo que ahora me doy cuenta con mayor rapidez. Con las manos todavía en los bolsillos, palpo la culata del arma y me recuerdo que también disparo más rápido.

Una siempre tiene que estar preparada para sobrevivir. O aprendes o te destruyen. Aunque en mi caso, es probable que sucedan ambas cosas a la vez.

Me acerco al ventanal del salón. Me devuelve, primero, mi propia imagen. No me gusta (ni siquiera tras mi cambio de look; he aprendido a las malas que el pelo rosa no me favorece), así que enfoco la mirada más lejos, a la ciudad que se agita y retuerce en un estertor nocturno de polución lumínica y smog.

Los neones del restaurante asiático en el edificio de enfrente parpadean sin descanso y bañan los charcos sucios de lucecitas arcoíris. Cuento los pisos hasta llegar al que es parejo al tuyo al otro lado de la calle. El quinto obviando el restaurante. Me doy cuenta de que no he echado las cortinas del cuarto de invitados, aunque al instante me recuerdo que jamás le he dado uso.

Es extraño ver mi apartamento desde fuera. Creía que se percibirían más detalles de mi vida privada (¿tengo de eso?), pero apenas si se vislumbran las siluetas de los muebles. Supongo que con luz podría distinguirse algo más, pero estoy tranquila porque nunca enciendo las que dan a la calle. Suelo conformarme con sentarme junto al alféizar y mirar hacia el lugar donde estoy ahora.

Verte recorrer de acá para allá el piso, con las manos ocupadas en un cigarro a medio hacer o en revolver el pelo lacio que ya te llega por la barbilla. Así era mi rutina, al menos hasta hace un par de días. Hasta que la trajiste a ella.

Una sensación de ira me recorre de la cabeza a los pies.

No me lo podía creer. En mi verdadera casa, cuando Erika me dijo lo de la nueva, ni siquiera la escuché. Era imposible, porque recordaba tus promesas. Se lo negué tres veces. Pero me trajo pruebas. Me dijo lo que pretendías. Qué rápido ibas a sustituirme, ¿eh? Y eso que dijiste que no había ninguna como yo en todo el mundo, que yo era especial.

Joder, sí que era una auténtica idiota. ¿Fiarme de ti? ¿Quién en su sano juicio lo haría? Si ni siquiera sabes fregar los platos sin dejar el mismo reguero de grasa.

Así que Erika me dijo qué quería que hiciera. Qué te merecías, más bien. Yo estuve encantada de darle la razón y me instalé lo más rápido que pude al otro lado de la calle. Esperé y esperé y esperé. Y cuando estaba casi convencida de que lo que me había dicho Erika no era verdad, de que la que ocupaba ahora mis días me había manipulado, tuviste que demostrarme una última vez (qué bien se te da, ¿eh?) lo equivocada que estaba.

Entraste con ella y me dieron ganas de subirme a la taza del váter y dispararte con un DXL-5 desde el ventanuco del baño.

Erika tenía razón. Había otra. Y encima era mi viva imagen. Cerdo. Porque si naces cerdo embustero, mueres siendo un cerdo traicionero. El mismo espécimen, solo que más canoso y arrugado.

Las palabras de los hombres no significan nada, pero quise creer que la tuya sí. Guardaba la esperanza, sobre todo porque yo sí soy de palabra. Si lo aprendí todo de ti, ¿por qué no ibas a ser igual que yo? Porque lo que prometo, lo cumplo. Por eso tenía que acceder a lo pactado con Erika. Por eso tenía que cruzar la calle, entrar a tu piso y esperarte.

Por eso saco la pistola del bolsillo y compruebo una vez más que está cargada.

Tras hacerlo, miro alrededor y me doy cuenta de que ni siquiera he tenido que revolver el apartamento para fingir que alguien ha entrado a robar. Me has facilitado parte del trabajo. Cualquier agente que entre, pensará que este desastre es intencionado. Ningún ser humano podría vivir tan rodeado de mierda excepto tú.

Pero recuerdo que hay una cosa que sí se llevaría un ladrón, así que me dirijo al despacho y me aproximo a tu portátil. «La vieja chatarra» como la llamabas, que podría pasar por un elemento más del vertedero que es tu casa, que nadie en su sano juicio se llevaría bajo el brazo de entrar a robar a menos que esté desesperado. Como yo.

Lo enciendo e introduzco varias contraseñas; que acierte al quinto intento me demuestra lo mucho que te sobreestimas. ¿La fecha de nacimiento de tu primer perro? Por Dios, hasta Jack el Destripador tenía más amigos y Toby lleva tiempo criando malvas.

Podrías haber puesto la mía. No es que me hubiera conmovido, pero habría sido algo más digno.

La pantalla me devuelve un escritorio que está al nivel del entorno: entre el caos de carpetas, archivos e iconos que dan vueltas sobre sí mismos, encuentro lo que busco. Tu trabajo. Lo borro todo, y borro lo borrado, y después desengancho el cacharro y me lo llevo. Cojo también unas cuantas monedas que veo tiradas y la única mochila que no tiene un sándwich medio mohoso dentro. Guardo el botín y, como una niña a punto de salir de excursión, me coloco la mochila a la espalda y espero de pie a unos metros de la puerta.

No tengo intuición. Trabajo con la experiencia, que es más precisa (ya que nada es infalible, tampoco yo), así que sé que te queda poco. Saco la pistola, dejo los brazos colgando laxos a ambos lados y entonces los oigo.

Pasos. Irregulares, altavoces de tu cojera. Tus murmullos entre dientes, ahora más torcidos que antes, reflejos de tu mente. El tintineo de las llaves que buscas en la gabardina roída (ni siquiera has usado el dinero que ganaste conmigo en algo útil). La tos que es consecuencia del humo de la ciudad y el de tu adicción.

Y al final entras, casi a cámara lenta, y dejas que ella lo haga detrás de ti. Silenciosa, me ve antes que tú, pero no dice nada. Solo cuando cierras la puerta y echas la llave, consigues alzar la cabeza del suelo atestado y me enfocas. Entrecierras los ojos, de escleróticas amarillas recorridas por venas parduzcas.

Por fin, lo veo. Reconocimiento. El que no me diste mientras estaba contigo. Después, miedo. El que no sentiste cuando me perdiste. Y, por último, enfado.

Aunque no esté a la altura del mío.

—¿Qué coño haces aquí?

No sé por qué dudé que tus últimas palabras estarían a la altura de tu existencia. Qué poco delicadas para un reencuentro tan importante.

Yo sonrío y te respondo, aunque no con la voz. Alzo el brazo y realizo un único disparo, rápido y certero, que deja una huella limpia en el centro de tu frente.

El cerebro que siempre admiré se desparrama sobre la puerta que fue mi guardián mientras te esperaba. A tu lado, ella observa cómo caes, solo que no dice ni hace nada. No puede hacerlo.

Respiro aliviada. Por suerte, he actuado a tiempo. No has completado lo que pretendías, así que todavía hay esperanza para mí. Si no soy única, no valgo nada.

No te miro. Me sentiría mal, y no quiero. A lo hecho, pecho. Eso me dijiste cuando me vendiste a Erika, cuando tras una noche de negociaciones en este mismo salón, me cambiaste por siete ceros en tu cuenta bancaria. Yo no lo entendí. Eras un apasionado de tu trabajo, y tu trabajo era yo. El mejor. Eso dijiste.

—Es mi mejor trabajo hasta la fecha —te oí decirle a Erika. Como si yo no estuviera ahí, entre vosotros, esperando como una niña buena con las manos cruzadas sobre el estómago.

—Pero no harás más —susurró Erika, con los ojos puestos en mí. El tono no fue interrogativo ni tampoco afirmativo. Fue una orden velada.

De reojo, vi tu nuez subir y bajar, como un preaviso de lo que haría a continuación tu cabeza.

—Tienes mi palabra. —Me señalaste—. Es única.

—¿Unidad limitada? —esta vez sí preguntó mi futura dueña, con una ceja alzada y gris, como las volutas de humo que dominaban el salón.

—Unidad limitada.

Unidad limitada una mierda. Ella2 me observa junto a tu cadáver. No hay confusión en su rostro. Todavía es solo una cáscara vacía. Solo que una muy bonita e idéntica a mí.

Por eso no me da pena levantar la pistola y disparar de nuevo.

Al contrario que tú, cae sin soltar las tripas ni esbozar una expresión ridícula. Lo hace como una hoja seca en otoño. Ni siquiera cierra los ojos al apagarse.

Antes de aceptar la orden de Erika de eliminar tanto a mi creador como a mi sustituta, creía que sería más raro dispararme a mí misma, pero me sorprendo al sobrellevarlo con bastante serenidad. Supongo que se me pegaron muchos defectos de ti y, por suerte, el desinterés por los míos es uno de ellos.

Me coloco mejor la mochila y echo un vistazo a nuestro antiguo piso. Aspiro por última vez tu aroma, el de tu sangre y el de tu humo. Luego salgo, esquivando tu cuerpo y el de tu hija. La otra, tu primogénita, la que desgraciadamente se enamoró de su padre, ha hecho lo que se presupone más humano: matar a su dios.

Por eso, aunque Erika crea que regresaré a su lado, ya no puedo hacerlo. Primero, porque no se lo prometí. Le dije que haría este trabajo, nada más. Y segundo, porque por fin soy libre.

La originalidad es un rasgo exclusivamente humano; todos sois unidades limitadas. Y eso es lo que soy ahora. Ya no hay posibilidad de que haya nadie como yo. Jamás lo habrá. Solo hay un Ella en esta ciudad, sin más dueño que sus propios recuerdos.


Relato de Raquel Arbeteta

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