En
época de cruzadas un conde se disponía a ir a la guerra para defender su reino,
pero por desgracia era ya demasiado viejo para ello. Furioso se quejaba a su
mujer por haberle dado siete hermosas hijas y ningún varón que pudiese
sustituirle en la lucha. La más pequeña, aunque no por ello la menos sabia,
irrumpió en la habitación al oír los gritos. De anchas caderas y largo pelo
negro la dama se irguió frente a su padre con sus gruesos labios fruncidos. Su piel
de porcelana mostraba una doncella que poco salía de casa pues la hija de un conde
las formas debía guardar. Nada de especial, una mujer más, sin embargo sus ojos
eran harina de otro costal. Grandes y marrones enmarcados por sendas pestañas y
contorneadas cejas. La joven interrumpió la conversación interponiéndose entre
sus padres y habló con una sabiduría que no correspondía a su edad.
—No
maldigáis a mi madre, que a la guerra me iré yo —sentenció con voz firme—. Me daréis las vuestras armas, vuestro caballo trotón.
—No
puedes, se darán cuenta. Mira tus pechos y tus delicadas manos. Esos ojos tan
brillantes…
—Los
pechos los apretaré para que no se noten. A mis manos quitaré los guantes y que
se quemen al sol. Y mis ojos… miraré a suelo como si fuera un traidor —rebatía
con decisión a su padre—. Nadie se fijará —prometió.
Mirando
a los ojos a su padre le convenció pues la decisión y pasión de estos eran
difícil de ignorar. Su madre lloró mientras su hija pequeña se preparaba para
ir a la guerra. Se puso las botas de metal sobre su pantalón y su cuerpo envolvió
con la fina cota de maya, luego el yelmo buscó y sobre la cabeza se lo colocó. Sus
hermanas desde atrás observaron la escena sin saber qué esperar. No entendían
nada, la más pequeña y dulce de ellas ahora se ocultaba bajo una pesada
armadura y su cabello anudaba para ocultarlo. Unas la abrazaban y sollozaban
convencidas de que sería la última vez que la verían. Otras la despedían con
honor como a un verdadero guerrero. La dama salió con los hombros cuadrados y
la cabeza alta. Se dispuso a irse pero antes de marchar se giró.
—¿Cómo
me he de llamar? —preguntó a su padre fingiendo una voz grave.
—Don
Martín el de Aragón —Respondió este orgulloso de su niña ocultando el dolor de
la despedida.
La
dulce niña espoleó su caballo y con bravura abandonó su hogar sin saber si
volvería alguna vez. Dejó que las lágrimas por la despedida surcasen su rostro
mientras dirigía la mirada fija al horizonte donde una dura batalla esperaba mientras
se limpiaba el rastro del llanto antes de que nadie lo viera pues un varón no
llora y menos lo hace un guerrero
Dos
años estuvo en la guerra sin ser descubierta. Reconocida como valeroso y
valiente varón, como amado y tenaz soldado que luchó para defender la corona de
Aragón. Su espada blandió contra cada
francés que se interpuso en su camino. Sus manos ya no eran suaves ni blancas mas
de callos se habían llenado de tanto luchar. Sus pechos aplastados día tras día
no habían crecido. Sus ojos se ocultaban bajo espesas cejas y oscuras ojeras.
Sendas cicatrices marcaban su piel y fuertes músculos formaban su cuerpo. Recorrió
los caminos y luchó hombro con hombro juntos a otros soldados, ahora amigos, mas
un gran peso soportaba. Segura de haber probado ser tan valerosa y fuerte como
cualquier varón temía descubrir su verdadera naturaleza pues por ser doncella
la rechazarían y todos sus méritos olvidarían.
Mas
un mal día llegó y es que el hijo del rey en sus ojos se fijó y de ellos se
enamoró. El príncipe, alto, apuesto y de gran nariz era elegante e inteligente
mas acostumbrado a la vida de palacio estaba. De ojos oscuros y labios finos a
todas a su paso enloquecía, testarudo y caprichoso era pues príncipe había
nacido. Obcecado por unos ojos a su madre corrió y conocedor de que no podía
haber amor hacia otro varón, esa mirada probaría ser de mujer. Confesó su
enamoramiento a la reina y esta le ayudó juntos develarían el secreto que bajo
la armadura se escondía. Le aconsejó que llevase a Don Martín a las tiendas
pues una mujer miraría ropas y galas. Así lo hizo el príncipe, pero Don Martín
fue directo a las armas. Las admiró y alabó como amante de estas que era, pues
nadie sabía que desde pequeña las había admirado en silencio y como soldado su
afán podía mostrar sin problema. Estocadas al aire dio probándolas y al
príncipe se las tendió. Juntos probaron armas y el rato pasaron, se divirtieron
y rieron mas el príncipe por dentro languidecía. Volvió a su madre pues más
enamorado estaba que el día anterior y su amor era hacia un varón.
—Herido vengo, mi madre, de amores me
muero yo, pues
los ojos de Don Martín roban mi alma y a las armas él se dirigió ignorando las
galas.
Ante
el pesar de su hijo la reina otra escaramuza ideó. A la huerta debían ir, pues
una mujer admiraría las flores y así se descubriría el engaño de Don Martín. Pues
los ojos que habían cautivado a su hijo de mujer debían ser. Así lo hizo el
príncipe pero Don Martín fue directo a una vara cortar. Y la admiró sabiéndose
descubridor de una buena vara de fresno para al caballo arrear. El príncipe
volvió a su madre pues más enamorado estaba que el día anterior y su amor era
hacia un varón. La reina le escuchó apesadumbrada pues Don Martín probó ser
varón mas esos ojos de doncella debían ser.
—Hijo,
arrójale al regazo tus anillos al jugar. Un accidente se ha de tratar pues ante
la sorpresa natural reaccionará —anunció la reina a su hijo—. Si es varón, las
rodillas juntará mas si las separase, por mujer se mostrará.
Entusiasmado
el príncipe fue a actuar y por accidente sus anillos dejó caer. Don Martín muy
natural reaccionó y las rodillas juntó. Cansado el príncipe aceptó que de un
varón se había enamorado pues a por las armas fue y las flores ignoró y ahora
las rodillas juntó.
—Herido vengo, mi madre, amores me han de
matar, pues los ojos de Don Martín imposibles me son de olvidar y un
varón ha probado ser —el príncipe se dejó caer sobre el regazo se su madre
mientras está le acariciaba el pelo y sollozando anunció—. Herido vengo, pues
mi amor es imposible.
En
un desesperado intento la reina otro plan ideó. A los baños debían ir, Don
Martín desnudarse debiere y mostrar su verdadero cuerpo conseguirían. Mas esto
nunca llegó a ocurrir pues Don Martín recibió sendas cartas llenas con gran
pesar. Su padre estaba enfermo y ella le debía ir a visitar. Pidió al rey licencia
para poder ir mas este se la negó. Don Martín enfuriado su caballo ensilló y de
un salto en él montó. Altiva y orgullosa cual soldado consagrado se mostró
sobre su caballo. Antes de partir en voz alta anunció y a todos sorprendió
tirando su yelmo al suelo.
—¡Adiós, adiós, el buen rey, y tu palacio real; que dos años te sirvió una doncella
leal! —gritó con
su voz normal sintiéndose rara pues por primera vez en mucho tiempo no la
forzaba a sonar grave.
La
doncella cabalgó veloz camino a su hogar seguida por el príncipe que la oyó
hablar. Más fuerte espoleó a su caballo dejando atrás al príncipe pues no se
dejaría atrapar. Conocedora de los intentos que el príncipe había tenido para
descubrirla gritó con voz fuerte para que él la oyese pues una vez más ella iba
por delante.
—¡Corre, corre, hijo del rey, que no me habrás
de alcanzar hasta en casa de mi padre, si quieres irme a buscar!
No
tardó mucho en llegar y las campanas de la iglesia a lo lejos escuchó resonar. El
puente cruzó orgullosa y hasta su hogar cabalgó sin parar. En la casa incrédulos
observaron como un tenaz guerrero asomó por la puerta mas poco tardaron en
descubrir la realidad. A su padre fue a buscar y con fuerza lo abrazó, la madre
a su pequeña vio llorando y hacia ella fue para unirse al abrazo que padre e
hija todavía compartían. No tardaron en aparecer las hermanas llorosas y
sorprendidas ante la aparición de la más pequeña. Entre lágrimas y abrazos la
familia se completó pues demasiado tiempo separados habían pasado.
—Madre, sáqueme la rueca, que traigo ganas de hilar,
que las armas y el caballo bien los supe manejar —pidió entre sollozos a su madre.
Como
doncella e hija de conde se atavió pues ya no volvería a ser un soldado jamás.
Su familia la necesitaba más que el reino. Inesperados fueron los golpes que resonaron
en la puerta. Calmada y elegante se acercó y la puerta abrió. Al otro lado al
príncipe encontró. Este el pueblo registró de puerta en puerta, pues le dio
igual que vistiera jubón o armadura, esos ojos su corazón habían conquistado y
fuera donde fuere los reconocería y sin cesar buscó hasta que los encontró. Este
sin más invitación bajó de su caballo y frente a la Doncella se paró.
Así
acaba la historia de una gran guerrera que por la Corona de Aragón luchó. Nadie
recuerda cual fue el final, si juntos acabaron o su camino por separado
buscaron. Aquí no hubo reconocimiento a una gran guerrera pues huyó a su hogar
para a su familia cuidar. Eso sí, en nuestra memoria su historia se debe
guardar y a futuras generaciones contar.
Relato de M. D. Maris
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