El viejo Bastian vive en los suburbios de Neue Berlin, la capital
del Westreich, en el sector Heiliger. Antaño uno de los varios lagos que
formaba el río Havel a su paso por la ya extinta cuidad de Brandenburg,
absorbida años ha por las crecientes necesidades de la metrópolis imperial.
Tras abandonar la oficina local de la Sozialleistungen con su paga, el anciano sale
a la calle equipado con su respirador, arrastrando como es habitual su pierna
derecha ayudado de un bastón. La pensión no le llega para permitirse una
prótesis mecánica pero al menos sí le alcanza para los calmantes. Así, su lento
paseo hasta su hogar no se le hace tan pesado.
Neue Berlin es la ciudad más moderna y más habitada del Imperio.
Sus edificios albergan todas las infraestructuras del poder del Großer Kaiser
Leopold IV, las delegaciones diplomáticas de todos los aliados del Westreich,
las sedes de las principales empresas nacionales, las delegaciones de los más
renombrados consorcios internacionales y buena parte del poder industrial del
Imperio. Sus calles son algunas de las más bulliciosas del mundo debido al
constante movimiento de personas anónimas y de toda clase de vehículos de
transporte que distribuyen pasajeros y mercancías de un confín a otro de la
urbe.
Bastian recorre las calles sumido en sus pensamientos. Aunque es de
día, la ciudad se ve sumida en una sempiterna oscuridad que sólo logra romper
la iluminación de las farolas de gas repartidas por toda la metrópolis. Tenue
aquí en los suburbios, esplendorosa en las principales plazas del centro
urbano. No volver a ver el cielo y cargar siempre con un respirador es el
precio que los neoberlineses tienen que pagar por las chimeneas de los millares
de factorías que constituyen el centro neurálgico del poder económico del
Imperio en la capital. Pero lo pagan con orgullo, conscientes del poder que
representan.
Pero el anciano, renqueando a su lento ritmo acompasado por una de
las aceras de la Uferstraße, no tiene en mente el poder del Imperio. Sus
pensamientos están centrados en una sola cosa. Llegar a su pequeño apartamento cedido
por la Sozialleistungen y pasarse todo el resto del día conectado al
telectroscopio. Bastian cruza la Szczepanik-Platz que alberga en su centro una efigie de
marmol del inventor de tan magno descubrimiento, el joven
inventor polaco Jan Szczepanik. Desde que en 1898 anunciara su increíble
invento y lo hiciera público en la Gran Exposición de París de 1900 con gran
éxito, sólo había hecho falta apenas una década para que se hiciera popular y
se extendiera por todo el mundo. La magia de una pantalla de cristal esmerilado
y una matriz de células de selenio por las que corría la nueva sabía de la
modernidad, la electricidad, permitían transmitir la imagen por todo el globo
gracias a la extraordinaria potencia de la red telefónica.
Se podría decir que el viejo Bastian era famoso por su ánimo
alicaído. Al menos eso es lo que pensaban los que habían sido sus allegados y
ahora se sentían apartados de su vida. Sus vecinos, los parroquianos de la
taberna que solía frecuentar y los pocos conocidos que le quedaban con vida.
Como solían comentar entre ellos, no es que antes hubiera sido el alma de la
fiesta. Siempre había sido un hombre taciturno. El parecer general era que
había sufrido mucho en la guerra. De joven, cuando apenas era poco más que un
chaval, fue llamado a filas.
Fue la Gran Guerra, la confrontación que encumbró al Großer Kaiser
Leopold IV, vio nacer al Westreich y dio lugar a la fundación de Neue Berlin.
Una contienda que enfrentó a toda Europa durante casi diez años. Quedan pocos
veteranos de la Gran Guerra y la Sozialleistungen los cuida de una manera
especial. De los que sobrevivieron a la contienda, aún menos habían llegado a
la edad de Bastian. Los que se preocupaban por él pensaban que era evidente que
había sido herido en combate y su pierna renqueante era un mal recuerdo de todo
lo que tuvo que pasar. Por eso no era muy dado a hablar de todo aquello. Nunca
le había gustado hablar de la guerra. En realidad nunca le había gustado hablar
de ningún otro tema en especial. Para ser sinceros, Bastian nunca había sido un
hombre especialmente hablador. Pero al
menos, antes se relacionaba con la gente.
Más tarde, al quedarse viudo, eso sí que fue un duro golpe. Su
semblante aún se volvió más apesadumbrado si cabía. Pero aún saludaba a los
vecinos cuando se cruzaba con ellos y pasaba las tardes en la taberna en
compañía de algún otro. Todo se torció definitivamente cuando la
Sozialleistungen le instaló el telectroscopio.
El gran invento de Szczepanik revolucionó la vida de todo el mundo.
Pero no todos podían hacerse con uno y aún menos pagar las tarifas de conexión.
Al menos, entre las gentes del humilde sector Heiliger de Neue Berlin. Por
supuesto, no tardaron en aparecer locales donde podías alquilar el servicio de
un telectroscopio por un precio asequible. Y en lugares públicos, como la
taberna, no tardaron en instalar una de aquellas pantallas. Pero en esas
ocasiones el uso era compartido y se convertía en una experiencia comunitaria.
Más o menos entre todos se decidía qué es lo que se iba a visionar: el ajetreo
de la ciudad de New York, el exotismo de lugares lejanos como el zoco de
Marrakesh, los alrededores de la Ciudad Prohibida en Beijing, o simplemente el
constante pasar de los trenes en la principal estación ferroviaria de la
capital. Y si no había consenso entre los parroquianos, Andreas, el corpulento
tabernero, se encargaba de tomar las decisiones. Eso sí, no importaba cuales
fueran las imágenes que transmitiera el telectroscopio, siempre eran motivo de
charla y de mil y un comentarios entre los habituales.
En cambio, para Bastian, como para muchos otros afortunados que se
lo podían permitir, la pantalla se había convertido en una araña que lo había
atrapado en su red. En la vieja taberna solían mofarse de cómo tan sonado
invento había cambiado la vida de los opulentos. Las grandes señoras habían
cambiado sus obras de caridad por largas horas en soledad frente a la
fulgurante pantalla de Szczepanik. Los hijos de las familias más acaudaladas ya
no tenían que vivir bajo la perenne oscuridad de la ciudad y, en lugar de
acudir a las escuelas más elitistas, recibían sus clases en las pantallas de
sus hogares. Incluso, los locales de ópera y teatro acusaban un descenso en la
afluencia de público debido a lo que sus propietarios llamaban “esa funesta
moda pasajera”.
El viejo Bastian vive al margen de todas esas chanzas. No se siente
especialmente privilegiado por ser el dueño de un telectroscopio en un barrio
en donde no es lo más habitual. Pero sí disfruta mucho de sus horas ante la
pantalla. En realidad es algo que le hace especialmente feliz. Lo ha convertido
en parte de su ritual diario, una parte muy importante. En la ciudad más
habitada de Europa, hace más llevadera su soledad.
Clara, su mujer, había fallecido hacía ya ocho años. No habían
tenido hijos. Tampoco tenía hermanos ni otros familiares. Desde que instalaron
el telectroscopio en su apartamento su vida mejoró en muchos sentidos. Dejó de
pasar tanto tiempo en la taberna bebiendo y charlando con el resto de
parroquianos. También se pudo ahorrar la larga caminata hasta la iglesia cada
domingo, ¡podía verla en la pantalla! Y, por fin, podía ver mundo. Él, que no
tenía a penas ni un triste marco, había visitado la Gran Muralla China, las
Pirámides de Egipto, el Gran Cañón. Es verdad que había tenido que ahorrar
parte de su pensión para comprarse el mejor atlas geográfico que pudo
encontrar, pero le pareció una buena inversión. Desde entonces, ha dedicado
todo su tiempo a visitar los lugares más exóticos del planeta.
Pero esta tarde se siente un poco apesadumbrado. Mientras continúa
con su lento paseo de regreso, siente una congoja, una suerte de anhelo vital.
Le ha estado dando vueltas, y aunque tenía proyectado un tour especial y pasar
unas horas visitando los fiordos noruegos, su abatimiento le ha llevado a
decidir un cambio de última hora.
En cuanto llega a su apartamento, se prepara una taza de leche
caliente, coge su gran atlas y el periódico del día y se concentra en buscar
unos datos. En el periódico, la edición
matinal del Neue Berliner Zeitung, encuentra enseguida en un pequeño recuadro
la hora a la que ha amanecido hoy en la capital. Después, en su magnífico
atlas, busca la página que muestra los diferentes usos horarios. Hace unos
sencillos cálculos y, en unos minutos determina que, dentro de una hora,
amanecerá en San Francisco, en la costa oeste de los Estados Unidos.
Se sienta en su butaca más cómoda, frente la pantalla del
telectroscopio. No es un último modelo, no tiene cromados, la pantalla es un
poco pequeña y alguna de las células de selenio falla de vez en cuando. Pero la
Sozialleistungen se lo instaló gratis, subvenciona su línea telefónica y
funciona. Coge el auricular de su teléfono, marca el código de conexión del
telectroscopio y pide que le pongan con el Golden Gate de San Francisco.
Después de tanto tiempo sin ver la luz del Sol anhela por fin ver un amanecer.
La pantalla, que hasta entonces mostraba la carátula de
presentación del consorcio Kleiberg-Szczepanik, administradores del servicio, cambia
inmediatamente mostrando la crepuscular imagen de la bahía de San Francisco con
el magnífico puente aún iluminado en primer plano.
Aunque el
paisaje es en un sobrio blanco y negro, Bastian imagina perfectamente el verde
de las montañas, los diferentes tonos de azul del cielo, el anaranjado de las
diminutas farolas y el suave encarnado del metal que desvelan sutilmente las
luces del alba. En su mente, todo vibra en colores. Se acerca a la pantalla
para empaparse de todos los detalles esperando con ilusión la aparición del astro.
Los primeros vehículos, tímidamente, empiezan a cruzar de un lado a otro la
imponente estructura. Y, en unos minutos de anhelante espera, hacia la
izquierda de la pantalla cerca de la torre occidental, se intuyen ya los
primeros rayos previos al amanecer.
Tras
décadas de noche ya casi eterna, hacía muchos años que Bastian no veía la luz
del Sol. Muchos más que no presenciaba un amanecer. Pero al ver los primeros
rayos de luz le impacta la consciencia de que se trata de uno de esos momentos
que nunca se olvidan. Uno de aquellos recuerdos mágicos que quedan grabados en
tu memoria por toda la vida. Como la cara de tu madre, el primer baile con tu
prometida o las últimas palabras de tu padre en su lecho de muerte.
El cielo
cambia de una manera especial justo en el instante en el que va a salir el Sol.
Es algo que sólo puedes apreciar con lo más profundo de tu alma cuando lo has
perdido. Bastian siente cómo, por momentos, le embarga la emoción.
A medida que se suceden los segundos, comienza a notar un cosquilleo que
recorre su espina dorsal y agarra con más fuerza los reposabrazos de su butaca.
Sus ojos miran con una especial intensidad ese punto en el que se producirá el
milagro, ansiosos por no perderse ni un solo detalle de lo que suceda. Ni tan solo se pregunta por
qué no lo había hecho antes. Simplemente se encuentra delante de la pantalla,
como un bobo feliz, viviendo un momento único, con todo el cuerpo erguido hacia
adelante, conteniendo las lágrimas. Hasta que, en toda su plenitud, tras la
línea de la ciudad, entre los poderosos cables de acero, aparece el Sol y
amanece. Dejándose llevar por la tensión del momento, imaginando, sintiendo el
calor del astro en su cara, las lágrimas fluyen y Bastian llora de contento. Ni
tan solo se ha dado cuenta de que ya han apagado todas las farolas del puente.
Relato de Francesc Barrio
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