Era insoportable. No servía de nada cubrirse las orejas con las manos, como hacía David, ni hundir los dedos hasta lo más profundo del oído, que era la opción de Marian.
Aquel zumbido, tan grave y vibrante que les hacía sentir el pecho a punto de estallar, aumentaba más y más su volumen.
Por encima de sus rodillas, acuclillado, Tomás pudo oír cómo a ese ruido le acompañó un estruendo, tal que si una tormenta se hubiera desatado sobre ellos. Lo que parecía una docena de truenos simultáneos retumbó haciendo temblar el suelo.
Y empezó a desaparecer.
El zumbido se desvaneció en cuestión de segundos, dando paso a un rumor vaporoso.
Tomás abrió los ojos. Sus amigos seguían junto a él. Vio en esos rostros la misma expresión de incertidumbre que adivinaba en sí mismo. Edu temblaba.
—¿Ha sido un bombardeo?
Nadie respondió.
A su alrededor, los caminantes cuyos andares se habían visto interrumpidos comenzaron a mirarse entre sí.
—Creo que venía de la plaza Carlos III —dijo Marian.
Algunas personas tomaron esa dirección, quizá porque oyeron a Marian, o tal vez porque habían deducido lo mismo que ella. Tomás buscó la mirada de su amiga, esperando algún gesto que le indicara si debían ir tras el origen del ruido o descubrirlo por televisión en la seguridad de sus casas. Fue David el que tomó la iniciativa.
—¿A dónde vas? —gritó Edu.
David los miró a todos. Parecía querer encontrar las palabras adecuadas.
—No sé lo que es. Y muy probablemente se trate algo peligroso. Pero creo que la incertidumbre también nos puede hacer mucho daño.
—Mierda, David…
—No tenéis que acompañarme —Tomás sintió una nota de duda en su voz—. Voy y vuelvo enseguida. Tranquilos.
Se alejó con paso rápido en dirección a la plaza. Tomás vio que los puños de Marian estaban apretados y se sorprendió al descubrir que los suyos se habían comportado de la misma manera. Edu respiraba con agitación, mirando a todos lados.
A través del tenso silencio les llegó un sonido como el restallar de un látigo. Y el alboroto regresó, pero esta vez en forma de gritos. Decenas de personas abarrotaron las calles que partían de la plaza Carlos III. Quienes tropezaban y caían resultaban arrollados, víctimas de una automática irrelevancia colectiva.
—David, ¿dónde cojones estás? —imploró Marian.
La estampida se acercaba a ellos. Tomás resistió el impulso de salir corriendo y abandonar a sus amigos para evitar ser aplastado por aquella horda histérica.
—¡Vamos! —era David, que tiraba de su brazo.
Tomás se encontró a sí mismo corriendo a toda velocidad con David a su derecha y Edu y Marian a su izquierda.
—¿Qué era? —preguntó Marian.
—No lo sé. Me he podido asomar cuando la gente ya estaba saliendo disparada. Solo he podido ver un muerto —jadeó.
—¿Un muerto? —se oyó decir Tomás, sin prestar atención al rumbo que tomaban.
—Había un tío en el suelo y mucha sangre. Y una nube de polvo de la hostia. Era imposible ver más.
Muchos pares de ruedas chirriaron. Estaban atravesando una de las arterias de la ciudad, olvidando la existencia del tráfico.
—¡No os paréis! —ordenó David.
Cruzaron la avenida hacia una calle estrecha por a la que no entraba la luz del sol. Un desagradable flato pinchaba el vientre de Tomás.
—¿Dónde estamos yendo?
Como respondiendo a su pregunta, David se detuvo al adentrarse en un callejón. Los cuatro trataron de recuperar el aire.
—David, ¿qué más has visto? —preguntó Marian—. ¿De qué estamos huyendo?
—No lo sé —contestó entre jadeos—. Pero la gente que ha empezado a correr antes que yo, sí. Me parece motivo suficiente.
—¿Ha sido una explosión? —quiso saber Edu.
—Puede. Ya te digo que no lo sé.
Encorvado, Tomás apoyaba sus manos en las rodillas.
—Pero solo has visto un muerto.
—¡Joder! ¿En qué idioma hablo? —resolló David—. Un muerto y gente corriendo, sí.
Se incorporó. A su alrededor oían gritos y rápidas pisadas.
—Lo siento.
Callaron durante unos instantes.
—Viene alguien —Marian asomó la cabeza por la esquina del callejón—. Es un hombre. También corre. ¡Señor! ¿Qué está…?
—¡Aparta!
Marian fue arrojada al suelo con la fuerza del golpe que le propinó aquel individuo a su paso.
—¡Hijo de puta! —gritó David, pero el otro no miró atrás, alejándose.
Marian se llevó una mano a la boca antes de volver a mirar por la esquina.
—¿Hay alguien más? —preguntó Edu.
—Sí.
—¿Viene hacia aquí?
—Sí, pero no está corriendo.
El cuerpo de Marian cayó tras un estallido. No había rastro de su cabeza. Un olor a plástico quemado llenó el aire.
Tomás notó como la sangre desaparecía de su rostro. Supo que iba a desmayarse. Incapaz de juntar los labios, miró primero a David, que contemplaba inmóvil el cadáver de Marian, y después a Edu, con los ojos fijos en el cielo y todos los músculos tensados.
David se arrodilló sin el menor ruido, dejó caer las manos y comenzó a caminar a gatas hacia la esquina.
Tomás sudaba. Podría jurar que oía el desquiciado corazón de Edu a pesar de estar a un metro de distancia. David se movía con sigilo casi felino.
—No —rogó Tomás en un susurro—. David, no.
David hizo un sutil gesto con la cabeza, instándole a callarse. Edu había empezado a sollozar.
Flexionando los brazos hasta reptar, David llegó junto al cuerpo para atisbar por encima de él.
Y fue despedido contra la pared opuesta. Le faltaba el lado izquierdo del cuerpo, desde el hombro hasta el ombligo, dejando media luna de brillante ausencia roja. Desprendida y sin brazo al que aferrarse, su mano izquierda cayó junto a él.
Los gemidos de Edu se volvieron agudos y profundos. Tomás miró a su alrededor tratando de encontrar una explicación para esa escena. No le resultaba fácil convencerse de que aquello era real, que dos de sus mejores amigos acababan de explotar tras huir de una masa aterrada. El plan era otro. Iban a comer juntos para celebrar el final de los exámenes. Nada de lo ocurrido desde que el cielo empezara a bramar estaba anunciado para ese día.
—Tomás… —lloraba Edu—. ¿Qué está pasando?
—No lo sé, tío. Pero creo que es mejor que guardemos silencio y nos alejemos cuanto podamos de esta esquina.
Edu asintió. Tenía el cuello y la mandíbula rígidos.
—Vamos.
Se movieron con cautela, mirando únicamente hacia delante. Algo hacía cosquillas en la cara a Tomás. Al rascarse notó algo húmedo, más viscoso que el sudor. No quería saber si aquella sangre era de Marian, de David o de ambos.
Aguzó el oído, pendiente de cualquier ruido que surgiera a sus espaldas. Por el rabillo del ojo pudo ver que Edu se giraba.
—No mires —advirtió Tomás—. Por si acaso, no mires.
Obediente, Edu regresó la mirada al frente.
—¿Nos metemos en algún sitio? —le susurró.
—No lo sé. Creo que un local puede ser una ratonera. Imagínate que le gente se afana por entrar y nos asfixiamos. O que quien ha matado a Marian y a David nos acorrala.
Edu tragó saliva.
—Estamos cerca de mi casa —prosiguió, bajando aún más la voz—. Creo que sería muy difícil que nos encontraran ahí.
Edu volvió a tragar. Asintió.
Tomás notó que el oxígeno regresaba poco a poco a su cerebro. La posibilidad de volver a casa y aislarse de aquel macabro escenario empezó a tranquilizarle. Pero no disfrutó de esa esperanza más que unos segundos.
—Mierda.
—¿Qué pasa? —le miró Edu.
—Vamos en dirección contraria. Tenemos que dar media vuelta.
Edu detuvo el paso. Su labio inferior temblaba. Tomás también paró.
—¿Y qué hacemos?
—Rodear la calle, supongo. No podemos volver a pasar por esa esquina —volvió a caminar.
—Vale —resopló Edu—. Pero no sabemos si ése está andando en paralelo a nosotros. O si nos ha adelantado por otro sitio.
—Podemos girar aquí —señaló la calle que se abría a su izquierda—. No es más segura que cualquier calle más adelante, pero por alguna parte tenemos que ir.
Con un chapoteo, las entrañas de Edu salieron despedidas de su cuerpo desde el vientre, formando en el asfalto un mosaico grotesco que seguía unido al interior de su amigo por un tramo de intestino. Edu cayó sobre sus propias vísceras y Tomás pudo ver el agujero que había aparecido en su espalda.
No lo sabía, pero había echado a correr por la calle de su izquierda. Algún sistema en su cerebro había decidido tomar el control y salvarle la vida sin preguntar. Y ese mismo sistema le había hecho lanzar una rápida mirada antes de desaparecer.
Lo que había destripado a Edu estaba en el punto donde se encontraban los cadáveres de Marian y David.
El piloto automático de Tomás aumentó la velocidad.
Esa figura le estaba apuntando con un arma cuando empezó a huir.
Sus piernas no le obedecían. Simplemente corrían, cargando con él.
La figura era robusta, más bien alta.
Otras personas corrían delante de Tomás. Muchas gritaban.
Pero no habría sabido cómo describir la cara.
Un grupo de chicos de su edad corría hacia él desde su derecha. No venían de un sitio seguro.
Aunque sí sabía que no era un rostro humano.
Llegó a otra avenida. Los vehículos trataban de esquivar a los corredores. Un coche aceleró y pasó por encima de dos personas. Otros le siguieron.
Podía tratarse de una máscara.
Las piernas de Tomás buscaron un camino distinto.
No, no era una máscara. Aquel rostro pertenecía a algo vivo.
Volvía a encontrarse en una calle vacía. Al otro extremo la gente seguía corriendo. De izquierda a derecha, de derecha a izquierda.
Finalmente, se detuvo. Junto a él había un portal. Podía esconderse, sentarse a esperar y, cuando todo se calmara, retomar el camino a casa.
No veía el portal. Veía el cielo. Y lo veía desde el suelo. Había caído de espaldas cuando sus piernas desaparecieron, dejando tras ellas un fuerte olor a plástico quemado. No podía respirar.
Todo se apagaba.
Relato de Fernando Muñoz
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