Musca doméstica

 


Apenas entreabro los ojos, adaptándose éstos a la luz residual del día y lentamente, como inmerso en un mar de inmunda viscosidad, la realidad vuelve a asaltarme.
Zumbido de alas, la eterna melodía que tengo el dudoso placer de disfrutar sin descanso. Una melodía que no pierde ímpetu ni se ve afectada por la fatiga, ni la ausencia o presencia de sol, sino que cobra fuerza a cada minuto, a cada hora que emergen nuevas larvas, listas para incorporarse o para sustituir a sus moribundas compañeras.
Hubo un tiempo no muy lejano en el que su frenético aleteo me hacía enloquecer y poseído por la rabia, intentaba aplastarlas, hacer que se alejaran de mí. Ahora sé que es inútil. Siempre vuelven. Siempre aparecen más. Ya no me molesta su rumor abominable ni me merece atención alguna. Nada lo hace ya. Nada es relevante como para emplear mis últimas energías en tratar de incorporarme del suelo.
El tiempo ha perdido todo su significado, relegado a una mera palabra, vacía, burlona, escurriéndose rápidamente entre mis dedos. El fulgor rojizo del atardecer se alarga deslizándose suavemente sobre la encimera de la cocina, esparciendo su luz sobre el suelo como un niño haría con sus preciados juguetes, una sonrisa radiante dibujada en su rostro ante la perspectiva de una tarde a solas entre sus juegos favoritos.
Alzo levemente la cabeza, no sin esfuerzo. Quiero disfrutar de los últimos instantes de luz que me queden antes de ser engullido por la oscuridad, atesorar hasta el último rayo de luz en un vano intento de reconstruir su claridad en mi imaginación, cuando la noche y sus tinieblas se paseen por la tierra.
Odio la oscuridad, la odio desde que mi cuerpo ya no dispone de sustento alguno para erguirse y menos aún para recorrer los escasos metros que me separan del interruptor de la luz. La odio porque sólo me queda cerrar los ojos lo más fuerte posible, enmudecer mi respiración y ahogar mis sollozos de terror, contando con que el nuevo día me acariciará con sus cálidos dedos y todos mis temores volverán a convertirse en absurdas fantasías. Es en la oscuridad cuando tu presencia se alza silenciosa y la pesadilla de volver a oír tus pisadas o el deslizar de tu albornoz se torna cada vez más real. 
Cada noche paso las horas asfixiado por el pánico, con todos mis sentidos alerta tanteando la oscuridad; cada nervio de mi piel tenso como una cuerda aguardando el momento en el que sentirán el contacto de tu mano abandonando la seguridad de las tinieblas para agarrarme, devorada por la descomposición y las moscas, que alzan el vuelo ensordeciendo la cocina con su rumor membranoso.
Aterrorizado, contengo el aliento y comienzo mi plegaria. Casi puedo oír el susurro de tus pasos, acercándose cada vez más pero ese momento nunca llega. Y así, sin atreverme a abrir los ojos, los primeros destellos de luz cortan limpiamente las últimas brumas de la noche y tu amenaza vuelve a encogerse temporalmente derrotada, aguardando pacientemente a la oscuridad que no tardará en volver. Embriagado de sol, me es sencillo despreciar el miedo, pero cuando estoy solo y ciego en las sombras es entonces, madre, cuando por primera vez en muchos años, no soporto la idea de no poder ver dónde te encuentras.

*
Vuelvo a abrir los ojos al dolor, al hambre insoportable. Al olor dulzón que me rodea y me envuelve como una densa neblina casi palpable. 
Mi cuerpo me suplica a gritos que le dé alimento, mas no puedo (no debo) concedérselo. Sellando en mi garganta un gemido, mi mirada vaga sin rumbo por la casa hasta posarse en la televisión, cubierta de polvo. Una de las reminiscencias de una vida ordinaria, tan lejana que se me antoja como una historia de alguien totalmente ajeno a mí mismo, pero de la que conozco todos los detalles. 
A través del cristal de la ventana alcanzo a ver el jardín: el perfil de los arbustos extendiendo sus ramas como dedos implorantes, el césped sobrecrecido, el canto de un pájaro que sobrevuela la zona. La luz, un regalo inmerecido que no tardará en abandonarme para siempre...Y finalmente, sin remedio, mi mirada va a morir en tu silueta, cubierta por la marea negra que te devora poco a poco. Ambos compartimos el mismo destino. La misma tumba me aguarda. 
Aquel día en que tu vida llegó a su fin, echaste a correr presurosa hacia los brazos de la muerte sin saber que el camino que recorrías, libre de toda carga y de todo pasado, presente o futuro, era el mismo que yo había deseado seguir en más de una ocasión.
 Aterrado, mutilado, la muerte era el único lugar donde la luz de tu macabro farol no podría seguirme.
*
De entre las profundidades del delirio me asalta tu recuerdo:
Camino ahora entre tallos frescos, mecido por el rumor de la hierba a mi paso. El sol ante mí, radiante, y un millar de flores maravillándome con sus vivos colores y sus delicados pétalos. Me llega el aroma de la madreselva de nuestros veranos, la dulzura de la mimosa en febrero y, con paso lento pero inexorable, el sol se debilita, las flores quedan atrás y el bosque se extiende ante mí.
El cielo teñido en sangre corona el paisaje entre el ramaje, proyectando una luz crispada, decadente. Tu arrullo y tu paz se convierten en caprichosa tempestad y me veo zarandeado y despedazado a merced de tus estallidos. 
Me convierto en una bestia, mis colmillos de luna reluciendo bajo la luz carmesí, la adrenalina y el miedo fluyendo libremente por mis venas. Encolerizado y acorralado, no tengo a dónde huir. 
Ríos escarlata inundan la tierra a medida que el sol de tu existencia se desangra en el horizonte y las últimas gotas se pierden entre la nieve que comienza a cubrirlo todo. La estéril blancura me ciega, el frío me hiela los sentidos y el corazón. Mis miembros, ateridos, no responden. El cansancio susurra en mi oído cálidas palabras, sus labios se posan delicadamente sobre mis párpados y sin poder resistir durante más tiempo, vuelvo a perder el conocimiento.
*
El sol se desplaza a medida que la tarde avanza. La pesadez del ambiente, la fetidez que revuelve mi estómago no impide que el hambre cobre cada vez más fuerza en una batalla que empiezo a dar por perdida. 
El cuchillo y su suave descenso al olvido eterno es algo a lo que no puedo aspirar. La agonía de consumirme a mí mismo es la sentencia que he elegido.
*
Devorado por el hambre y el vacío, me rindo ante su irresistible llamada y hago acopio de todas mis fuerzas para levantarme. El pánico no tarda en deslizar su dedo huesudo por mi columna, helándome la sangre, y mi mente se resiste a aceptar la realidad: Mis músculos no reaccionan. No puedo moverme.
Enloquecido, tanteo el suelo desesperado, buscando algo que comer. Algo blando me roza los dedos: Una mosca encogida, sin vida. Sujetando su pequeño cuerpo entre mis dedos distingo con claridad su fino vello negro, el diseño intrincado de sus alas y el brillo metálico de sus ojos ciegos. 
La mastico con avidez, famélico, tratando de ignorar la repulsión que siento hacia mí mismo, pero el mar de ácido que me quema por dentro no hace otra cosa que intensificarse. Por más que miro, no consigo encontrar nada más que llevarme a la boca.
 Petrificado, dirijo la vista hacia tu figura inmóvil y vuelvo a escuchar el monótono zumbido que aprendí a ignorar con el tiempo. Cientos de moscas explorando afanosas, anidando en tus heridas...alimentándose. Intento alejar ese pensamiento monstruoso mordiéndome el labio pero mi mirada siempre acaba volviendo a tu oscura silueta tendida en el suelo. Con un esfuerzo titánico, consigo arrastrarme hasta ti, con los dedos crispados y el labio sangrando.
El olor dulzón me asalta como una bofetada, pero no retrocedo, y apoyándome en mis antebrazos, intento espantar a las moscas que vuelan curiosas alrededor de mi cabeza. El sol mientras tanto sigue desplazándose por la tierra, ajeno a todo. 
Una ligera brisa agita mi conciencia, arrastrando una voz suplicante que llama a la razón, desesperada, y que no tarda en ser silenciada por la vorágine de hambre que se ha apoderado de mi mente.
Temblando, cojo tu brazo y la frialdad pegajosa de tu piel me sorprende de tal forma que mis manos lo dejan caer, retrocediendo como marcadas por el fuego. Respiro hondo y vuelvo a agarrarlo, el recuerdo de su suavidad y calidez revoloteando en mi memoria, y mis labios descansan sobre tu piel una última vez antes de morderla y arrancarla, masticando con fiereza. Tragando con esfuerzo, siento su lento recorrido descendiendo por mi garganta.
Muerdo una y otra vez, clavando mis dedos en la presa como garfios, las lágrimas deslizándose por mis mejillas. Intentando contener una arcada, muerdo con más fuerza, pero el sonido de tu carne desgarrándose entre mis dientes apenas logra acallar los gritos de horror que mueren en mi garganta, ni el retumbar profundo del abismo que se abre dentro de mí mismo cada vez más, engulléndome en su oscuridad.
Girando la cabeza con brusquedad y sacudido por los espasmos, vomito una masa sólida apenas digerida, jadeando con esfuerzo. 
Tu brazo extendido, deformado a dentelladas se torna borroso ante mis ojos y la inconsciencia me llama para cubrirme de nuevo con su pesado manto.
Dime, madre, ¿existe realmente el infierno? 
Si es así, pronto arderé a tu lado para toda la eternidad.
*
La noche se oculta furtiva, dejando abrirse paso a la luz del que será tu último día. Sin decir palabra, me observas fijamente. Extraña, casi flotando, te acercas paso a paso caminando entre los últimos jirones del sueño y la tempestad restalla, tus reproches deslizándose afilados como lluvia salvaje. Tus dedos se lanzan como serpientes, rodeándome el cuello, apretando sin piedad. Tu mirada enloquecida, suplicante, sabe que ya no hay vuelta atrás.
Tus manos me asfixian con rabia mientras que las mías tantean los cajones, como pajarillos revoloteando aterrorizados. Mis pulmones arden, mi boca se abre desesperada en busca de aire, mas éste se resiste a pasar por mi garganta.
Mi mano derecha se cierne firmemente sobre el mango y se impulsa hacia delante. Tus manos aflojan la presión y mi mano retira el cuchillo. Magnolias carmesíes comienzan a florecer en tu pecho. 
Tus ojos se tornan incrédulos, vidriosos. Mis ojos se llenan de lágrimas.
Las flores se desparraman por el suelo, inundando la cocina con su olor a metal caliente. Mi garganta deja escapar un sollozo y tu cuerpo se derrumba para caer como un lirio recién cortado, la sangre mancillando la blancura del suelo.
El mundo enmudecido, los segundos sucediéndose con cruel indiferencia. Mi cordura reventada, estallando en mil pedazos. La rabia que se abre paso en mi pecho a dentelladas, ascendiendo entre gruñidos feroces para al fin correr libres en un aullido inhumano ante el que mis labios retroceden asustados, retumbando en el vacío de lo que nunca más será un hogar.
Con mi lamento vibrando en el aire, te acompaño en tu mudo languidecer, apretando tus manos como si pudiese retener la calidez que las abandona poco a poco, y como un guardián esculpido en piedra, los días y las noches pasan sobre mí mientras sigo velándote. Con los ojos hinchados, perdidos en la alfombra de flores ya ennegrecida de coágulos resecos, invoco a la muerte con la desesperación y el fervor de un enamorado.
 Hasta mis oídos llega un rumor débil, una mancha borrosa de vuelo apático que arrastra tras de sí su zumbido irritante:
 La primera mosca que se posa en tu cuerpo sin vida.


Relato de Azrael Argentum 


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