Huyamos

 -                     Huyamos – susurra al abrigo de las sábanas. El último refugio donde ser libres, donde ser ellas. La mujer de grandes ojos marrones le devuelve una tímida sonrisa, le acaricia el pelo. – Huyamos. – repite, el ansia en cada sílaba.

-                     No podemos. – le quiere gritar, golpear, sacarla de su fantasía. Se conforma besando la frente de la mujer que ama. Un sollozo. Y llega la duermevela.

Se escurre de entre sus brazos pese a la resistencia. Sale de la seguridad de la cama y deja a la joven dormitando. Se viste a oscuras, con rapidez, en silencio. Cuando cierra tras de sí la puerta, sabe que es la última vez.

Las máscaras fueron impuestas hace 300 años. Inexpresivas, cubren sus rostros por completo, distorsionan sus voces, les otorga un túnico tono monocorde. Los trajes negros ocultan curvas e igualan las alturas. Esconden las identidades individuales para crear la Casa. Solo en la intimidad de sus alcobas recuperan su nombre, unos breves instantes de emociones donde la realidad solo es una sugerencia. Aún así, mientras camina entre los largos pasillos, se repite que todo tiene un límite. También la libertad dentro de sus cuatro paredes. Sobre todo, la libertad dentro de sus cuatro paredes.

 

Los miembros de la Casa se reconocen entre ellos, pese a todo. Hay un límite en el control que se puede ejercer sobre los movimientos, la postura, la mirada. Por eso, le da un vuelco el corazón cuando la ve entrar. Se le encoge el estómago cuando ve cómo se dirige al centro de la sala y toma el trono. Los supervivientes tienen prohibido hablarle a los recién elegidos sobre su destino, pero eso no hace que se sienta menos culpable. La ama, pero ama más a la Casa, se repite en un vano intento de consolarse. No es el amor, es el miedo. Atroz, desnudo.

 

La primera sesión dura a penas unos minutos. Por muchas capas que lleve encima, el cuerpo es el que es. No hay más donde sacar sin matarla. Suele ser habitual, sin embargo, que los pequeños y salvajes recipientes sean los más poderosos; los gritos que han llenado la sala han cumplido su cometido. La mujer de grandes ojos marrones observa cómo se llevan a su inconsciente amada y siente ganas de vomitar. No se mueve, no se deshonra hasta que la dulce Teda es solo un recuerdo. Mientras recoge los trozos de alma, se consuela pensando en cómo la cubrirá de besos esa noche, en cómo se beberá su pena y calmará su dolor. En un absurdo gesto romántico, los coloca junto a los de la suya. La pared se ilumina durante un breve instante antes de llevarse la energía a los puertos.

 

Aquella noche, por primera vez, es ella quien desviste a la otra. Más por necesidad que por deseo: la primera sesión ha infligido más daño del esperado. Algunos miembros de la Casa no son suficiente, nunca lo serán. Pero para ella, Teda lo es todo. Incluso ahora, más parecida a una cáscara que a un fruto maduro.

 

La ayuda a tumbarse, desnuda y frágil, entre las sábanas de la cama que comparten a escondidas de la Casa. La alimenta como a un pajarillo herido, mientras le canta una hermosa nana con su voz grave. A Teda le encanta su voz, la real, la humana. A ella siempre le ha parecido vulgar, como toda ella. Hasta que se conocieron, ser la Casa siempre había sido una bendición.

 

La Casa se creó hace 300 años, cuando el mundo se derrumbó. No, corrección: cuando el ser humano derrocó al mundo. En el caos, crearon un rayo de esperanza, un diminuto sacrificio que los salvaría a todos. ¿Qué eran unas pocas almas a cambio? Con el paso de los siglos, la selección natural dio paso a la genética. Ahora, miles de recipientes de almas se crían con el fin último de ser inmolados por el bien mayor. Y todo lo demás da igual.

 

Excepto Teda. ¿Verdad? Ella le importa de verdad. Más que su propia vida, que la Casa, que la humanidad.

-                     Huyamos. -le susurra, presa del dolor. Le besa la frente y le sigue cantando, ignorando sus súplicas. Pese a todo, quizá no sea tan importante.

Vela su sueño inquieto, mientras observa las prendas de la Casa tiradas por el suelo. Debería recogerlas. Debería cuidarlas. El lino se arruga con solo mirarlo, y las arrugas son un signo distintivo, algo que puede diferenciarlas. Seguramente por eso escogieron esa tela: para obligarles a concentrarse en su no-identidad, para que siempre estuvieran pendientes de su exterior, para que olvidaran todas las emociones que bullen dentro. Si pierdes el tiempo planchando, no podrás pensar con claridad.

 

Teda ronronea junto a ella, en el limbo entre la consciencia y los sueños. Las pesadillas, piensa. Rememora a las otras que también le pidieron huir, que soñaron entre sus brazos tras sus sesiones, incapaz de recordar sus nombres. Quizá también se olvide del de Teda.

 

Los recipientes salvajes, los pocos que aparecen espontáneamente entre los nacimientos naturales, van muy buscados. No aparentan gran cosa: figuras menudas, con la piel quebradiza, siempre al borde de la muerte. Pero la Casa sabe que son los mejores. Sus almas ansían salir pronto, mientras sus débiles cuerpos las contienen como pueden. Esa energía, ese anhelo de fugarse, produce una esencia más pura que la de un centenar de criados en cautividad. Con un salvaje pueden alimentarse durante meses, aparcar las sesiones mientras hacen crecer más el pequeño zoo de gente sin rostro.

 

Es incapaz de mirar cómo la arrastran hacia el trono, como patalea y se resiste. Esta sesión dura algo más que las anteriores. Teda se resiste a la extracción. Nadie se mueve, nadie intenta ayudarla. Ella se fija en sus fragmentos ya extraídos, los identifica con facilidad. Su rojo se tiñe de morado en las zonas en contacto con el vidrio, con cada sesión más morado y menos rojo. Es precioso, distinto al resto.

 

El último grito ha sido desgarrador, pero se siente la satisfacción en la sala. Se consuela pensando que siempre podrá volver a observar sus botellas cuando ya no esté.

 

-                     Huyamos – le implora.

El blanco de los ojos está enrojecido por los vasos sanguíneos que han reventado durante la sesión. Tiene las extremidades amoratadas, alguna yaga a la altura del vientre. Las incisiones supuran un líquido blanquecino y maloliente. Le aplica yodo en la herida abierta de la cabeza, donde la han golpeado durante el forcejeo. Nada grave, se convence.

 

El sol se está poniendo. El bastión de la Casa se cierne sobre un acantilado que 300 años antes estaba conectado a una de las islas libres. Las que no se rigen por las almas, las que solo están habitadas por humanos sin ciencia, con las emociones a flor de piel. Un recordatorio constante de lo que la Casa quiere evitar a toda costa. Ha sacado a Teda a respirar, a obligarla a darse cuenta de su papel. Le permite sacarse la máscara y retirar el modulador de voz, pero la retiene cuando intenta saltar.

 

Teda no dice nada más. Desde hace meses, su vocabulario se limita al grito de auxilio y poco más. Cada vez está más ausente, y ella sabe que es porque cada vez le quedan menos trocitos de alma que entregar. Sabe que su cuerpo, indomable, está sucumbiendo lentamente. Se calma pensando que el sacrificio de Teda les dará la oportunidad a miles de criados a prepararse mejor para guardarse una pequeña parte de lo que les hace humanos. Les permitirá sobrevivir, como hizo ella.

 

Porque la Casa sabe cuándo vale la pena una última sesión o cuándo es mejor dejar un despojo con una chispa de algo parecido a la vida. Además, a la Casa le interesa que queden vivos algunos, con canas que se escapen estratégicamente por las telas de lino, con andares más cansados y lentos, con aspecto frágil que ni todas las máscaras, moduladores o trajes puedan ocultar del todo. Así todo es más fácil.

 

Cuando llega la primavera, las vasijas salen a las calles con sus trajes del color del alma. Las ciudades semi-sumergidas se visten de colores, cada balcón se engalana de flores rojas para conmemorar las almas que les abastecen de energía el resto del año. En cada esquina se escuchan canciones, las calles se cubren de adornos color púrpura y las familias salen en estampida a dar la bienvenida al nuevo Sol.

 

Los desfiles son magníficos. Una fiesta donde la vida demuestra que siempre encuentra una manera por muy retorcida que ésta sea. En las primeras filas se amontonan los críos, tirando pétalos de rosas rojas a la comitiva. Los vítores son ensordecedores, pero ella sabe que la Casa observa: saben qué han de buscar. Solo con que encuentren a un recipiente salvaje toda aquella fanfarria habrá valido la pena.

 

Pero ella solo tiene ojos para la nuca oculta de Teda que camina unos pasos por delante. A diferencia del resto, no saluda a la multitud. Es como si la mente de Teda estuviera a miles de kilómetros, de horas, de ahí. Quizá piensa en la protección de sus sábanas o en los tiernos y vacíos besos tras las sesiones. Quiere creer que no deben quedarle muchas más, que pronto descansará de verdad.

 

Un menudo niño de no más de siete años se planta en mitad de la calle, un enorme ramo de flores como ofrenda. Sonríe con una felicidad contagiosa. La Casa lo ve. Todos los recipientes lo ven. Su aura, que danza al son de la música callejera, es brillante y enorme. Puede sentir cómo la Casa asiente satisfecha mientras un grupo de recipientes rodea al niño y lo palpa impaciente. La algarabía es mayor. Toda la calle lo sabe: ¡un salvaje! Han sido bendecidos, el niño ha sido consagrado. Ve cómo Teda se tensa: ni todas las capas de ropa, ni todas las máscaras mortecinas, ni todo el agotamiento pueden ocultar su reacción. Nadie le presta atención, claro. Solo tienen ojos para el nuevo elegido.

 

Llega a tiempo de sujetarla por la ropa y evitar que se tire sobre el grupo. Desconcertada, Teda se gira y la identifica: reconocería esos enormes ojos marrones entre millones. Puede ver la decepción en la mirada de Teda. Por fin, por fin se ha dado cuenta. Nunca huirán.

 

Se revuelve, dispuesta a salvar al niño. Antes de que pueda arrancarse la mortaja, algo se la lleva. A la Casa le gusta la discreción, a la Casa le gusta que todos sepan lo maravilloso que es encomendarse a ella. Porque la Casa sabe que es muy fácil luchar contra las injusticias si no entiendes las consecuencias.

 

La Casa enseña autocontrol a sus acólitos. Los recipientes deben saber ser. Una sombra, una mancha en la vida del resto de humanos. Nada reseñable. Sus almas alimentan al planeta, pero deben ser discretos, un susurro apenas murmurado. Pero no todos pueden dominarse: las vasijas díscolas deben desaparecer. Cómo aquella salvaje, que rozaba la supervivencia. Ha roto el voto de continencia. En público. En el Festejo. Todo por intentar salvar a otro como ella: carne de cañón para la conservación del resto. La Casa siempre toma las medidas necesarias porque no hay nada más peligroso que alguien que actúa bajo el peso de sus emociones.

 

Teda no aparece en las siguientes semanas. Ni siquiera para su última sesión, algo nunca visto. Nadie la ha vuelto a ver desde la celebración de la primavera. Ella aprovecha que están mostrando el salón del trono a los nuevos recipientes, aún con los ropajes de niñes, para contar los frascos con su esencia. Sigue habiendo los mismos, se reconforta. La luminiscencia morada le devuelve la sonrisa invisible.

 

En el pasado, le había sido muy fácil olvidarse de sus nombres. Casi tanto como borrar el suyo. Solo necesitaba un par de días sin verlas sin máscara para confundirlas. Lo único que permanecía en su recuerdo eran sus rostros desencajados mientras suplicaban que las llevara lejos. Sin embargo, la voz de Teda suena más nítida que nunca entre los pasillos de la Casa. Y cuando está a solas en su dormitorio, recuerda su sonrisa, sus pestañas blanquecinas, sus manos recorriendo su cuerpo. Sueña con ella constantemente y su olor retoza en sus fosas nasales. Se despierta agotada, con el deseo no satisfecho de volver a tocarla.

 

Su presencia es tan estremecedora que empieza, sin querer, a imitar sus gestos dentro de la seguridad de su cuarto. Su forma de moverse se pierde en la de Teda y respira entrecortadamente como cuando la muchacha está contenta. Hasta mi voz, se dice, trina como la suya.

 

Cada día le cuesta más contener su alter ego fuera de su habitación. Sobre todo, cuando observa los fragmentos de alma de Teda, que la llaman a gritos. Le piden que los rompa todos y cada uno de ellos, que los aplaste con sus manos desnudas e ingiriera los restos hasta completar su transformación. Si se da cuenta de que está perdiendo el control, decide ignorarlo. Porque cuanto más se transforma en Teda, más cerca de ella se siente.

 

La Casa no es mala. Tampoco buena. Solo hace lo que se debe hacer. Obliga a sobrevivir a la humanidad. ¿Es un pacto con el diablo? Puede. Qué más da. Nadie fuera de sus paredes sabe qué pasa, así son felices. Nadie fuera de sus paredes quiere admitir qué pasa, así sobreviven. Pero no es perfecta, claro. Al fin y al cabo, la Casa solo es un reflejo de los humanos que se obstina a salvar. Los mismos humanos que arrasaron su hogar y luego lloraron porque no tenían dónde vivir. Los mismos que regalan a sus hijes ante la falsa promesa de la gloria, tantas veces rota. Los mismos humanos que prefirieren arrancar almas a desaparecer en paz.

 

Hace semanas que nadie ve a Teda. Tampoco la Casa. Así que cuando reaparece renqueante saliendo de la habitación de su amante, la Casa ve la oportunidad de enmendar su error. Se deleita ante su próxima venganza y se olvida de hacer preguntas. Espera, agazapada, al momento para actuar sin que esa vasija salvaje pueda reaccionar.

 

La masa de recipientes rodea el trono, ansiosa de que empiece el nuevo ciclo. Hace días que la pared no se recubre de nuevos frascos y no han podido mostrar a los nuevos recipientes la ceremonia para la que han nacido. La habitación está más oscura de lo habitual: el brillo que emanan las almas está algo apagado. Solo unos trozos, morados dónde entra en contacto con el cristal, brillan con más intensidad que antes. Un canto de sirena cuyas ondulaciones cubren a las expectantes vasijas.

 

La Casa actúa. No le tiembla el pulso. Pese a tener al alcance al nuevo recipiente, deben atajar las rebeliones, por pequeñas que sean. La salvaje sin autocontrol es de nuevo arrastrada al trono para su última sesión. Ha estado tan cerca, tanto. Podría haber sobrevivido y ayudar a los nuevos recipientes a asumir su destino. Sin embargo, deberá conformarse con mostrar lo que pasa cuando las emociones son más importantes que el deber.

 

No ha sido una sesión fácil. Nunca lo es cuando hay nuevos elegidos presentes. No es habitual que puedan ver qué les pasará y no están preparados, pero será una buena lección. La mayoría de nuevas vasijas se mantiene en un silencio aterrador. Pero los gritos del recipiente no se escuchan, tapados por los llantos desconsolados del niño salvaje. Nadie le consuela, debe aprender lo que es la moderación, el control. Debe aprender a mantener la compostura. Solo cuando colocan el nuevo frasco, alguien puede prestarle atención.

 

La Casa observa cómo la amante de la ya exprimida salvaje es la encargada de llevárselo. No quiere ver cómo se llevan el cuerpo, ni cómo lo lanzan al océano para que sea devorado por las bestias marinas. Tampoco muestra interés en saber dónde colocan el último fragmento de aquella conocida como Teda. Quiere olvidar su nombre, claro. La nueva jarra, más grande de lo normal, reluce con fuerza. No tiene ni una pizca de rojo.

 

El niño es un manojo de nervios. La voz monótona no consigue calmarle, por mucho que las palabras transpiren algo de humanidad. La figura negra lo lleva por los pasillos, ninguna otra les presta atención. Ha acabado la sesión del día, han conseguido que la humanidad sobreviva. El niño, que se ha arrancado la máscara e intenta huir, solo es una molestia. La figura enlutada le sujeta firmemente el brazo mientras lo arrastra hacia una de las terrazas. Debe aprender, debe aprender.

 

Hace meses ella la llevó aquí. Le permitió un último momento de humanidad. Y comprendió que nunca traicionaría a la Casa.

 

Teda lleva semanas escondida por la Casa, cambiando su forma de moverse, refugiándose en la terraza que conecta con una de las islas, rebuscando algún antiguo camino. Pese al amor en su mirada, la mujer de enormes ojos marrones no sabía querer. Pero ella le enseñó colándose en sus sueños, susurrándole, acariciándole. Le impidió olvidarla como a hizo con las otras. La transformó en ella en todos los aspectos, hasta en su minúsculo último resquicio de alma. Y la obligó a sacrificarse por su verdadero amor, como ella había querido que Teda se sacrificara por la Casa.

 

Teda se quita la máscara, los ropajes negros, lanza al mar el modulador. Quizá sea cierto que el mundo acabará si dejan de entregar sus almas. Pero prefiere una muerte completa que la muerte en vida. Piensa una última vez en la mujer de ojos marrones, en la Casa y en los frascos de almas.

 

Abraza al niño, le da la mano. El niño, que ha dejado de llorar, sonríe tímido. Su aura resplandece como mil soles.  

-                     Huyamos.


Por Leta Q.

 

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