No es la típica historia de zombis


Nunca imaginé que podía tener agujetas de disparar. Supongo que puedo añadirlo a mi lista de cosas que no pensé que me podrían pasar. Iría situada entre Atravesarle el ojo a mi vecino con una escoba y Cagarme de miedo en las bragas y correr con ellas durante un par de horas.
Por suerte, la lista ha mejorado bastante en las últimas semanas. Tampoco era difícil. Ahora pienso en ello y sonrío, creo que no lo hago desde hace meses. Tal vez me salgan agujetas también en la boca. Sería una buena manera de continuar la lista.
El aire fresco me golpea en la cara. Otro motivo para sonreír. Me gusta sentir el viento en mi cabeza recién rapada. Así es mucho más cómodo. Y, lo más importante, evito enredos y piojos. La verdad es que no echo de menos mi melena. Tampoco echo de menos depilarme o tintarme. Recuerdo que las primeras semanas evitaba mi reflejo, pero lo superé rápido. Cuando me di cuenta de que lo único importante era sobrevivir.
Intento sin éxito descifrar la hora en el cuadro de mandos del coche. Es electrónico, así que lo único que muestra son símbolos ininteligibles, al igual que cualquier otra pantalla digital desde el día cero. No sé la hora exacta, pero intuyo que Carlos debe llevar durmiendo unas dos horas.
—Despiértalo. Ya ha descansado bastante.
Marisa me ha leído el pensamiento. Como siempre. Solo la conozco desde hace dos meses pero parece que sea de toda la vida. No diría que es como una madre porque no sé lo que es tener una, sin embargo, sí diría que es como una hermana mayor. Fue suyo el consejo de cortarme el pelo. Igual que otros muchos que me ha dado. Sinceramente, no creo que hubiese sobrevivido este tiempo sin ella. Ni yo, ni su hijo Carlos.
—Arriba, bello durmiente. Ahora me toca a mí descansar y a ti conducir.
Oigo un gruñido. Sin embargo, se incorpora en el asiento. El hecho de que estemos rodeados de muerte no le impide seguir comportándose como un niño pequeño, pese a sacarme un par de años.
—Atentos, infectado en el arcén izquierdo.
Me hace gracia que Marisa los llame infectados. Yo sigo pensando que son zombis. Tienen la piel podrida, solo saben emitir gruñidos y si te atrapan te vuelves uno de ellos. Aunque no son exactamente como en las películas. Supongo que cada uno intenta asimilar la situación a su manera.
Noto que el coche pierde velocidad y oigo como Carlos baja la ventanilla. Él tiene mejor puntería que yo, más aún cuando se trata de disparar en movimiento. Observo como empieza a agrandarse la silueta conforme nos acercamos. ¿Qué está haciendo? Oh Dios, había visto que los zombis tendían a imitar el comportamiento humano, pero esto es demasiado. Los había visto «hablando por teléfono», «haciendo jogging» e incluso paseando de la mano, pero este gana por goleada. Está cambiándole la rueda a un coche. Un puto zombi cambiándole la rueda a un coche. ¿Qué coño pasará por su cerebro putrefacto para actuar así?
Un disparo acaba con la posibilidad de seguir observándolo. Una lástima. Habría estado bien ver si lo conseguía. Ahora Marisa acelera de nuevo. Tenemos que alejarnos pronto antes de que el ruido del disparo atraiga a más como él. Su sentimiento de grupo es brutal. Cuando ven que uno de los suyos es atacado, no tardan en abalanzarse sobre el agresor. Tal vez por eso Marisa se niega a considerarlos zombis. Hay veces que hasta parecen tener emociones.
Tardamos media hora más en parar para intercambiar posiciones. Ahora yo voy en la parte trasera, Carlos al volante y Marisa de copiloto. No tardo ni cinco minutos en quedarme dormida.
Dos horas más tarde despierto entre gritos.
—Tenías una pesadilla —me hace saber Marisa—. Puedes bajar, hemos encontrado un buen sitio para pasar la noche.
Me incorporo en el asiento quitándome con el dorso de la mano el sudor de la frente. La realidad se impone eliminando las últimas imágenes de la pesadilla de mi mente. Estamos parados, está atardeciendo y hay salpicaduras de sangre fresca en la ventanilla. Tras el cristal puedo ver una pequeña casa de campo con un tractor en la puerta. Carlos está comprobando el depósito del tractor, así que imagino que la sangre sería del anterior ocupante de la vivienda. 
Bajo del coche y miro alrededor. Nos hemos adentrado un poco en el bosque, aunque a cierta distancia puede verse la autovía. Hay un rastro de sangre que va desde la puerta del coche, en la que está apoyado el bate, hasta unos matorrales. 
—Carlos le prenderá fuego cuando anochezca. Tú encárgate de limpiar los restos mientras inspecciono la casa, por favor.
Asiento mientras continúo observando la sangre. Es absurdo que tengamos que eliminar los restos. En las películas a nadie le importaban las pilas de cadáveres en las cunetas. Sin embargo, el sentimiento de grupo de estos seres es tan fuerte, que el mínimo indicio de violencia les hace meter las narices en cualquier sitio. 
Noto una mano en el hombro y al volverme me encuentro con la mirada de Marisa. Leo en sus ojos la duda de si todo está bien y sonrío a modo de respuesta. Ella asiente y pone rumbo a la casa. Cuando no hay peligro inminente, siempre se permite el lujo de ser cariñosa con ambos. Ahora se dirige a su hijo, que sigue sacando el gasoil del tractor, y observo como le da un beso en la frente.
El estallido me provoca un dolor instantáneo en los oídos a la vez que veo como Marisa sale despedida hacia atrás. En el porche se perfila una silueta achaparrada con un babi de flores, rulos en la cabeza y una recortada entre las manos. Dudo de si es humano o no. El grito gutural me saca de dudas. Carlos se lanza hacia su madre para socorrerla mientras yo agarro el bate y corro hacia la bestia. 
Por suerte, sus dedos desfigurados son torpes y tarda demasiado en recargar el arma. Le hundo el bate en la nariz antes de que pueda hacer nada. Con el segundo golpe provoco una lluvia de piezas de su prótesis dental. No hace falta un tercero.
Corro hacia donde están Carlos y Marisa, pero no hay nada que hacer. Marisa está muerta. No hay últimas palabras ni una frase de despedida para su hijo. Tengo tan asimiladas las muertes de las películas que me sorprende la crudeza de la realidad. Carlos no deja de llorar y yo lo único que puedo hacer es abrazarlo.
Pasamos el resto de la tarde y parte de la noche preparando dos piras. Podríamos haber tardado la mitad, pero Marisa no se merece compartir funeral con dos monstruos. Al menos, le debemos eso.
La hoguera de los zombis la apagamos pronto. La hoguera de Marisa la dejaremos encendida hasta que se extinga por sí sola mientras nos sentamos cerca a observar las llamas. Que su luz brille como lo hacía ella y que nos caliente el cuerpo y el alma en este frío momento.
—Estoy cansado, África. Cansado de esta vida de mierda.
—Descansa. Ha sido un día horrible. Yo haré el primer turno.
—No podría dormir ni aunque quisiera.
Apoyo mi cabeza en su hombro sin saber cómo contestar a eso. Ni siquiera yo estoy bien, ¿cómo demonios voy a consolarlo a él?
Debo haberme quedado dormida. Está amaneciendo y la hoguera de Marisa está prácticamente consumida. Carlos está de pie junto a la pira. Contemplándola.
Me levanto y me acerco a él despacio, arrebujándome en la manta que ha debido colocarme encima durante la noche. Me pongo a su lado y al mirarle me doy cuenta de que no ha pegado ojo. Debería decirle algo para animarle. Para reconfortarle. Pero lo primero es salir de este sitio. Llevamos ya demasiado tiempo. Ya habrá otro momento para encargarse de los sentimientos una vez estemos a salvo.
—Deberíamos irnos. No me siento cómoda en este sitio después de haber hecho las hogueras. Puedo conducir mientras tú duermes en el coche.
—Quiero ir a la ciudad.
—¿A qué ciudad? —pregunto sorprendida.
—A la que sea. A la más cercana —Carlos me mira de una forma que nunca había visto. No augura nada bueno—. Quiero ponerle fin a todo.
—¿Qué quieres decir?
—Me rindo, África. No quiero seguir luchando. No puedo más con esta situación. Este estrés continuo, correr de un lado a otro sin saber si al doblar la siguiente esquina voy a encontrar la muerte. Joder, ni si quiera hemos tenido tiempo de velar a mi madre. No quiero seguir así. Quiero abandonarme en una ciudad repleta de esas criaturas y que acaben conmigo.
Espero a que me diga que es algún tipo de broma macabra. Pero no dice nada, solo me observa con esa nueva mirada cargada de tristeza y envuelta en ojeras. Entonces sé que es cierto. Que ha tomado una decisión irrevocable y que me voy a quedar sola en este mundo de mierda, otra vez. Estoy tan acostumbrada a pensar solo en la supervivencia que únicamente me importa saber cómo voy a salir adelante yo sola. Y sé que no puedo.
—Voy contigo.
Carlos me mira extrañado. Imagino que no esperaba esa respuesta. ¿Y qué esperas, gilipollas? No eres el único que está cansado de esta vida.
—Si estás intentando disuadirme…
—No voy a impedirte nada. Tienes razón. No quiero seguir huyendo mientras me pregunto cuándo será el último instante de mi vida. Al menos, de esta forma, puedo elegirlo yo.
Carlos asiente y me apoya una mano en el hombro. Me da un pequeño apretón y entonces nos abrazamos. El abrazo de alguien que ha admitido su destino. El destino que este puñetero mundo se ha empeñado en darnos.
Recogemos en silencio y ponemos rumbo a la urbe más cercana. Hace meses que no estoy en una ciudad de verdad. Desde el día cero se volvieron lugares prohibidos. O eso contaban los pocos supervivientes que encontramos en las carreteras. Muchos de los que estábamos en lugares aislados escapamos a la enfermedad, o la conversión, o lo que sea que volvía a la gente en monstruos.
Una hora más tarde aparcamos a las afueras de la ciudad. Bajamos del coche y nos miramos. Los dos sabemos que una vez pongamos un pie dentro, no habrá marcha atrás. No veo duda ni arrepentimiento en sus ojos, solo tristeza. Nos damos un último abrazo. No hay frases de despedida. Sin embargo, le cojo la mano. Empezamos a avanzar hacia el centro con la vista en el asfalto. Por alguna extraña razón, aquellos pseudozombis solían tardar en darse cuenta de que no éramos como ellos, sobre todo si evitábamos el contacto visual y permanecíamos en silencio.
De vez en cuando, levanto unos centímetros la cabeza para observar de reojo a aquellas criaturas. Si era turbador ver a uno de ellos comportarse como un humano, en grandes grupos el efecto era sobrecogedor. Cientos de lo que una vez fueron personas vagando por la calle. Unas decenas de metros más allá vislumbro en un parque una decena de esos monstruos practicando yoga. Van descoordinados y no hacen ni un ejercicio bien, pero aun así el efecto es hipnótico de tan absurdo.
Entramos en una avenida principal y nos encontramos de frente con una horda que avanza en nuestra dirección. Cada célula de mi cuerpo me pide a gritos que corra. Carlos me aprieta la mano con más fuerza y se pega a mí. La horda nos rodea. Pasa como una ola de mar, abriéndose a nuestro paso. De momento no nos han descubierto, pero no puede durar mucho. De hecho, no lo hace.
—¡No me toques, monstruo!
Un zombi con corbata ha chocado contra Carlos y este no puede evitar empujarlo con asco. Es en ese momento, con su grito, cuando vuelca toda la atención de la horda sobre nosotros. Se abre un pequeño círculo a nuestro alrededor. Un leve murmullo de ronquidos nos rodea y va ganando intensidad hasta convertirse en gritos guturales. Todos nos miran. Un grito se alza sobre los demás y se produce un instante de silencio. Por un segundo pienso que aquel momento va a durar por siempre. Entonces la horda se abalanza sobre nosotros.
Oigo varios gritos de histeria y me doy cuenta que uno de ellos es mío. Intento acercarme a Carlos pero decenas de manos me rodean. Me agarran del pelo, de la ropa, de las manos… No puedo evitar que me tiren al suelo. Sigo gritando el nombre de Carlos aun cuando varias manos me tapan la boca. Noto como me arañan y me arrancan varios mechones de pelo.
Ahora me arrastran. Consigo distinguir a Carlos cuando nos tiran contra el suelo. Entonces veo la aguja.
Uno de esos monstruos lleva una jeringuilla colgando de una de sus pútridas manos. Se la clava en el pecho a Carlos sin piedad. Carlos grita, maldice y llora. Todo al mismo tiempo. Y yo lo imito. Lo imito porque sé que la siguiente soy yo. ¿Por qué no nos devoran ya? Quiero que acabe pronto, pero veo a Carlos convulsionarse y sé que no va a ser así. ¿Qué quieren de nosotros? Nada tiene sentido. Esa forma de comportarse como humanos. Sus rostros desfigurados. Sus gritos incoherentes. Por favor, matadme. ¿Por qué no me matáis? Una idea se abre paso entre el miedo que envuelve mi mente. Las pantallas digitales y la imposibilidad de leer nada. Su incapacidad para detectarnos a no ser que hablemos. Todas las ideas se mezclan dando como resultado una sola pregunta. Una pregunta que da más miedo que los propios zombis.
¿Y si el monstruo soy yo? 

Relato de Ibán Sánchez

No hay comentarios:

Publicar un comentario